LES ha dado a los dioses por elegir bando político. La creciente influencia de las Iglesias Evangélicas en el continente americano halla candidatos desde Iowa –apoyando con sus sermones la misión divina de Donald Trump– hasta Venezuela –donde el presidente Maduro les financia infraestructuras y entrega bonos a los pastores–. Hay predicadores muy versátiles, como el brasileño Jair Bolsonaro, que nunca dejó de ser católico pero se hizo evangélico y logró una red de portavoces de esta fe que reproducía ante los fieles sus consignas de campaña. El católico argentino Javier Milei flirtea con el judaísmo según el dogma anarcoliberal que convenga cada día. Y, entre las 15 ramas de la Iglesia ortodoxa, caben patriarcados rusos y ucranianos. Ambos tienen a dios en su lado de la trinchera.

El Antiguo Testamento manda en Israel. No solo por los mil ojos por ojo que aplica su Gobierno en Palestina sino porque, sencillamente, Netanyahu se sostiene por el apoyo de partidos ortodoxos confesionales. Al otro lado de la parábola que marcan las bombas, Hamás es el modo en que el islamismo radical se hace carne en Gaza. Suníes como son, después de siglos dirimiendo a cuchilladas con los chiíes cual es el auténtico mandato de Alá, hoy se aferran a las armas y la financiación de los ayatolás de Teherán, aunque no duden de que su credo está equivocado. En China se reza menos pero hay que creer más en el comunismo capitalista. Un sindiós.

Ojo, que no faltan católicos, ortodoxos, evangelistas, judíos, musulmanes o hinduístas –y comunistas– que practican y difunden el respeto y la convivencia. Pero estos no hacen de la exhibición de su fe un mecanismo para encontrar curro en política. De los que nos tienen que librar Yahvé, Jesucristo, Alá, Brahma, Buda y Marx es de los que insisten en que su discurso de odio e intolerancia es el de los verdaderos creyentes.