HAY imágenes que uno no habría esperado ver apenas anteayer. Pero bienvenida sea la instantánea en la que Arnaldo Otegi departe amablemente con el director general del Tour, Christian Prudhomme. Según tuiteó el líder de EH Bildu, en la charla le transmitió que la cita era una oportunidad magnífica para que disfrutara la gran afición txirrindulari de nuestro país. Pura y sana normalidad. Exactamente igual que la enorme y entusiasta cobertura de los medios que, también hasta hace diez minutos, torcían el morro ante lo que interpretaban (igual con la Vuelta a España que con el propio Tour) como una suerte de colonialismo de los estados opresores.

Algo ha cambiado el cuento, aunque todavía resulte llamativo que, poco más o menos desde esos mismos flancos, se sigan cantando las milongas habituales contra los grandes eventos, la turistifación que acarrean y me llevo una. Cuando vuelva a escucharlo sobre las tres etapas iniciales de la ronda gala, recordaré la foto que mentaba al principio. Al final, todos cabalgamos sobre nuestras contradicciones. Y este servidor, el primero. Ahora que no nos lee nadie, les confieso que no me seducen los saraos de campanillas. Hasta una pequeña carrera pedestre que corta el tráfico en mi pueblo provoca mi disgusto. Pero la irritación me dura el segundo que tardo en comprender que no soy el único ser humano en la tierra, e inmediatamente después, que esa actividad a la que me siento ajeno reporta grandes beneficios –no solamente económicos– para algunos de mis conciudadanos en singular, y para mi comunidad en general. El caso del Tour es clarísimo. Bienvenido.