ESCRIBÍA aquí hace solo tres días que el rechazo unánime de la corporación de Mutriku al intento de vetar la presencia de una ertzaina en las fiestas suponía un saludable avance. Mi optimismo se dio de bruces con la realidad el domingo, cuando tres energúmenos agredieron a otro agente de la policía autonómica en la Cuchi de Gasteiz al grito de “Zipaio, ¿qué haces en esta calle?”. Los matones, que fueron detenidos y posteriormente puestos en libertad, tienen 21, 22 y 25 años, respectivamente. Es decir, no han vivido lo más crudo de nuestro contencioso, pero eso no ha evitado que se contagien de odio ni –para mí lo más preocupante– que estén dispuestos a utilizar la violencia contra sus semejantes.

No voy a entonar la tristona cantinela del “algo estamos haciendo mal”, más que nada, porque esto no va de culpas generales sino particulares. Para nuestra desgracia, estos episodios son el reflejo de una realidad que, dependiendo de los casos, hemos pretendido edulcorar o directamente no ver: hay una parte de nuestros convecinos que creen que existen personas y colectivos que merecen ser agredidos. Y aquí es donde, pese a todo, trato de relativizar y hasta de mostrarme esperanzado. Primero, porque cuando se producen estas situaciones, siguen siendo mayoritarias las voces que salen a denunciarlas, venciendo la sensación de predicar en el desierto. Eso, mientras cada vez resulta más difícil callar a los que miraban hacia otro lado o encontraban palabras de justificación. Segundo, y creo que con más valor, porque son infinitamente más las y los jóvenes que no están ni remotamente tocados por el odio.