Sobreactuación

– Cabe aplicar el clásico: tanta gloria lleven como paz dejan. Sinceramente, es un alivio que se haya terminado el gran sarao de la OTAN en Madrid. Ya saben (y volverán a comprobar en las siguientes líneas) que tengo pasado el sarampión antimiltarista de postal hace tiempo. Pero, caray, la turra que nos han dado los señores –sobre todo señores; miren las fotos– de la cofradía bélica ha sido de alto octanaje. Desde luego, si pretendían despertar cierta simpatía entre el populacho, no creo que lo hayan conseguido con esas imágenes de colegueo y jijí-jajá, cuando resulta que el gran conciliábulo tiene lugar mientras un país europeo está siendo masacrado por otro del mismo continente. Ya sé que es muy plástico para las fotos y que los juglares de la oficialidad se han puesto las botas con la cuchipanda de lujo extremo en el Museo del Prado, pero no me imagino yo estos guateques hace ochenta y pico años cuando el nazismo avanzaba inexorablemente. Dando la vuelta al fatuo y triunfante concepto de Hanna Arendt, es la banalización del bien.

Elogios a Sánchez

– Leo en la prensa conservadora española grandes lisonjas sobre lo decidido en la cumbre de marras. Son elogios que, tan curiosa como significativamente, alcanzan al anfitrión, el atlantista converso Pedro Sánchez, que durante estos días se ha mostrado radiante, sumiso y generoso con los que le pasaban la mano por el lomo. A cambio de la atención de Biden –esta vez, una hora de vellón–, el permiso para aumentar en un cincuenta por ciento la dotación destructores en la base de Rota. Y en contraprestación por todo lo demás, el anuncio del aumento del gasto militar al 2% del PIB. Vaya con el presidente que dice saberse una pulga de entrepierna para los poderosos.

Pura hipocresía

– Lo que más me divierte de la claudicación es que, cuando vaya al BOE, llevará la bendición de todo el Gobierno de España. Sí, también de la parte postureramente díscola de UP. Les recomiendo echarse a la retina un vídeo en el que la portavoz oficial del gabinete, Isabel Rodríguez, le calla la boca a Irene Montero, que está a su vera, y aclara a los plumillas que es ella la que va a hablar sobre la masacre de la valla de Melilla y la cumbre de la OTAN. Más tarde, la ninguneada, rodeada de micrófonos en un pasillo, no se muestra lo suficientemente empoderada para dar su opinión. Hasta en seis ocasiones despeja a córner con la misma frase: “Cuando lo deseen, yo siempre estaré a su disposición para decirles lo que pienso”. Pero en ese instante no lo estuvo. Por cobardía. Por hipocresía.