En Bizkaia, la Navidad llega siempre con un ruido de cajas registradoras que suena como un villancico mal afinado. Es un tintineo metálico, persistente, que anuncia que los precios de los productos más deseados han alcanzado su cumbre anual, como si el calendario fiscal tuviera también su propio solsticio. No importa si se trata de un perfume, o una docena de gambas: todo parece haber decidido subir al monte más alto justo cuando el frío aprieta y las mesas se alargan.

La paradoja es conocida y, sin embargo, nunca deja de sorprender. El mismo territorio que presume de prudencia y de cálculo –esa ética del “a ver si merece la pena”– se entrega en diciembre a una especie de fiebre dulce, casi infantil, en la que pagar más se convierte en una forma de fe. La fe en que el regalo redima el año, en que el precio elevado garantice una felicidad proporcional, en que el ticket de compra sea una estampita milagrosa.

Este año, además, la Navidad vizcaina viene con una ausencia notable: no habrá pescado fresco en las fechas clave por un capricho del calendario y de las mareas administrativas. El mar, que siempre ha sido una despensa abierta y un consuelo, se queda en silencio, como si hubiera decidido tomarse vacaciones justo cuando más se le invoca. En las pescaderías, el hielo sostendrá piezas que miran al pasado, y en muchas cocinas se improvisará una liturgia distinta, menos salina.

La falta de pescado fresco no es solo un problema gastronómico; es una metáfora perfecta. En el momento del año en que todo alcanza su precio máximo, lo verdaderamente esencial se vuelve inaccesible. Pagamos más por casi todo, pero no podemos comprar lo que de verdad querríamos: la certeza de una mesa completa, el sabor exacto de la tradición, esa sensación de continuidad que nos reconcilia con el tiempo.