La mañana en que la excavadora mordió la Ría para convertirla en un boulevard, la tierra devolvió una sorpresa: bajo el asfalto futuro apareció arena, como si el Nervión hubiera decidido recordar en voz alta que antes de ser postal de titanio y cristal fue playa íntima, infancia geológica, un lugar donde el agua se tumbaba a descansar. La arena surgía húmeda, con ese olor antiguo que no pertenece al progreso ni a la nostalgia, sino a algo más elemental: la memoria del suelo.

Bilbao tiene la costumbre de reinventarse sobre sí misma, como esos hombres que se compran un traje nuevo para tapar una cicatriz, pero al caminar la herida vuelve a doler. El boulevard promete paseantes con zapatillas limpias, cafés de especialidad y árboles recién plantados que aún no saben dar sombra. Sin embargo, bajo la obra late una textura blanda que contradice la solemnidad de los planos urbanísticos.

Pensé entonces en el Hospital de Cruces, en las urgencias pediátricas donde un grupo de personas decidió que la valentía también podía tener capa y máscara. El proyecto Supertxapeldunak nació para que los niños, atravesados por agujas y diagnósticos, pudieran sentirse héroes vascos por un rato, campeones de una batalla invisible, con el Athletic de la mano. Allí no se levantan boulevards ni se cortan cintas; se levantan sonrisas precarias, se inaugura el coraje cotidiano. Y, como la arena bajo el paseo, ese proyecto apareció donde nadie lo esperaba: en medio del dolor organizado.

La ciudad presume de sus transformaciones espectaculares, pero rara vez se detiene a escuchar lo que brota por accidente. La arena es un error para el ingeniero y una metáfora para el escritor. Es la prueba de que el suelo guarda una infancia, igual que esos niños del hospital guardan un deseo intacto de juego incluso cuando el cuerpo se les vuelve territorio hostil.