Hoy el Patronato decidirá si el Guggenheim Urdaibai queda aparcado en un arcén de papeles o si vuelve a encender el motor para atravesar, con el riesgo propio de las grandes travesías, un territorio que huele a salitre, a juncos húmedos y a paciencia. Dos años de investigación y un rosario de trabas han convertido este proyecto en una especie de novela por entregas, donde cada capítulo termina con un punto y seguido y nunca con un punto final. Como si Urdaibai, que es un paisaje con memoria, se negara a ser un simple decorado. La palabra decisión suena mañana a campanilla de colegio: breve, metálica, irrevocable. Lo que se decide no es un sí o un no, sino una forma de mirar.

Urdaibai no es una postal. Es una respiración. Un equilibrio frágil donde las mareas entran y salen como un acordeón, y donde cualquier gesto mal calculado deja una cicatriz. Con ustedes, una reserva de biosfera que se defiende con la delicadeza de un cristal de Murano.

Hoy el Patronato tendrá sobre la mesa algo más que informes técnicos. Tendrá una pregunta moral: ¿puede la cultura entrar en un santuario natural sin pedir permiso a cada árbol? ¿Puede hacerlo sin convertir el paisaje en una alfombra roja? Los defensores dirán que sí, que el proyecto ha afinado, que ha aprendido a escuchar, que no se trata de imponer una escultura de titanio al horizonte, sino de dialogar con él. Los detractores responderán que el arte ya está allí.

Entre unos y otros, se cuela la sospecha de siempre: que el tiempo, ese juez invisible, ha sido el verdadero protagonista. Dos años son suficientes para que un entusiasmo se enfríe o para que una idea madure. También para que la burocracia haga su trabajo favorito: desgastar. Las innumerables trabas del camino no han sido solo obstáculos; han sido filtros. Y quizá esa sea la única buena noticia: que lo que llegue mañana –si llega– no lo haga a la carrera, sino con los zapatos manchados de barro.

Si el proyecto se aparca, Urdaibai seguirá amaneciendo igual. Las aves migratorias no pedirán explicaciones y la marea no se detendrá. Pero quedará una sensación de oportunidad suspendida, de puerta que se cierra sin portazo. Si sigue adelante, el reto será mayor: demostrar que la modernidad puede ser humilde, que un museo puede ser un invitado y no un propietario, que la cultura también sabe pedir perdón antes de entrar.