A veces una ciudad se revela en un destello, como una postal que se ve desde el funicular de Artxanda cuando la tarde se deshace en cobre. Otras veces se revela en la letra pequeña de un acuerdo administrativo. La futura Línea 4 del metro, esa arteria prometida que por fin abrazará a Rekalde, pertenece a esta segunda estirpe: la de las obras públicas que avanzan al ritmo lento de la burocracia, pero que, cuando suceden, transforman para siempre el pulso íntimo de una comunidad.

El pacto cerrado entre la Diputación y el Gobierno vasco podría parecer, a primera vista, otro gesto técnico: porcentajes, plazos, estudios geotécnicos, consignaciones presupuestarias. Pero bajo esa superficie late algo más profundo, casi sentimental, como si el hierro y el hormigón hubieran decidido conspirar a favor de un barrio acostumbrado a mirar las vías desde lejos. Rekalde, ese territorio que siempre ha caminado cuesta arriba, merece que la modernidad deje de pasarle por el borde y entre, por fin, hasta su corazón.

En el discurso oficial se habla de movilidad sostenible, de cohesión urbana, de competitividad. Palabras nobles, sin duda. Pero lo cierto es que un metro no solo mueve cuerpos: también mueve esperanzas. Bajo tierra, en ese vientre iluminado por fluorescentes, la ciudad se iguala. El ejecutivo trajeado y la señora que vuelve de hacer la compra comparten el mismo vagón, el mismo túnel, la misma velocidad. Y es ahí, en esa breve fraternidad involuntaria, donde una urbe encuentra su mejor versión.

La Línea 4 será, si las previsiones no se disuelven como tantas veces, un gesto de justicia cotidiana. Cada estación nueva es una promesa de dignidad para los que viven a su alrededor. Habrá quien contemple el proyecto con suspicacia, recordando presupuestos inflados o plazos incumplidos. Es natural. En este país, la confianza se construye con la misma lentitud que un túnel en terreno arcilloso. Pero a veces conviene dejar que el escepticismo repose, como un vaso de vino que debe oxigenarse antes de revelar su aroma.

Imaginemos dentro de unos años el primer convoy deslizándose hacia Rekalde. Gente entrando y saliendo, la vida latiendo bajo la montaña, los comercios despertando con un nuevo flujo de peatones. No será un milagro, pero sí un pequeño triunfo de la voluntad colectiva. En fin, Rekalde que alivia su cuesta arriba.