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El tiempo en la bolsa del pan

En Bizkaia la vida se desliza como la lluvia fina que no moja al principio, pero empapa con los años. Un día uno se asoma al mirador de la ría y ve pasar la misma barcaza de siempre, el mismo monte verde, las mismas escaleras húmedas de siempre. Al siguiente, descubre que el carnicero ya no es el mismo, que el banco de la plaza está más vacío que antes, y que hay menos niños que bicicletas eléctricas. Así, sin hacer ruido, envejece también la tierra, como lo hacen sus gentes.

La pirámide poblacional de Bizkaia envejece y al decirlo así uno teme que cualquier día se cruzará con Tutankamon. Hay más abuelos que nietos, más bastones que mochilas escolares. Y no es poesía: es estadística. Sukarrieta, ese rincón donde el mar se sienta a leer el periódico, es hoy el municipio más viejo del territorio. Allí los días pasan con la lentitud de una misa de difuntos y los únicos gritos que se oyen son los de las gaviotas o los de una cadera que se queja al levantarse.

En el otro extremo, Etxebarri aparece como una adolescente con auriculares, más pendiente del futuro que del pasado. Es el municipio más joven, un hormiguero de madres primerizas, patinetes eléctricos y nuevas urbanizaciones que crecen donde antes sólo había huertas y silencio. Es un contraste tan fuerte que uno se pregunta si realmente hablan el mismo idioma o si simplemente comparten código postal por una cortesía geográfica.

Pero la cuestión no es el contraste, sino la constatación. Bizkaia envejece. Y como todo lo que envejece, empieza a pedir cuidados. No se trata solo de construir más residencias o de aumentar el presupuesto en fisioterapeutas municipales –aunque también–, sino de replantear qué significa vivir con dignidad cuando ya no se tiene prisa. En una sociedad que premia la velocidad, el ruido y la juventud como si fueran las únicas virtudes posibles, el anciano se convierte en un estorbo lento. Pero ese anciano fue el que puso los cimientos de nuestras casas, el que nos enseñó a atarnos los zapatos y a no decir palabrotas delante de la abuela. ¿Y ahora qué, quién cuida a ese bonsái milenario?

Hay que reescribir el contrato social, no con palabras grandilocuentes, sino con gestos sencillos. Una rampa aquí, una visita médica a domicilio allá, un banco con respaldo en la plaza donde aún se pueda hablar del Athletic y de lo que costaba el pan antes.