Por un tiempo, el Metro de Bilbao fue algo más que un transporte subterráneo: fue un símbolo. Un túnel limpio como bisturí, diseñado por Norman Foster con la exactitud de un reloj suizo y la fe de quien cree en el futuro sin manchas. Durante años, esa fe funcionó. Las puertas se abrían como los párpados de un robot puntual, los trenes se deslizaban por la oscuridad con una cadencia de vals, no había sobresaltos ni lamentos, como si viajar fuera una ceremonia higiénica. Fue tan bien hecho que nos malacostumbró.

El metro de Bilbao no era solo moderno; era moderno con ese tipo de arrogancia discreta que tienen las cosas bien hechas cuando no fallan. Los tornos no chirriaban, los paneles no mentían, las luces no temblaban. Y entonces, cuando alguien decía “estoy en el metro”, no era una ubicación, era un estado de gracia. Allí no pasaban cosas. No se daban discursos ni se escuchaban quejas. Era el único sitio en el que el vasco promedio, que ya de por sí habla poco, se volvía casi místico.

Pero ahora el silencio se resquebraja. Empiezan las averías. Pequeñas, pero ahí están. Un panel que anuncia mal un destino. Un tren detenido más de lo debido. Demasiada distancia del andén al vagón, una catenaria que se cansa de tanta corriente. Y de pronto, ese sistema que parecía estar por encima de la carne y del tiempo, muestra sus costuras como un traje demasiado usado.

Los nuevos sistemas, los ajustes técnicos, la digitalización progresiva: todo está destinado a mejorar la experiencia... En cierto modo, el metro de Bilbao ha entrado en esa edad en la que el cuerpo ya no aguanta las promesas de juventud sin pagar algún precio. La modernización reduce las averías, sí, pero no se puede negar el tiempo, nunca acaba bien. Lo verdaderamente admirable del metro de Bilbao no fue solo su impecable funcionamiento, sino haberlo mantenido así durante décadas. La excelencia estaba en la infraestructura invisible.

Algunas voces denuncian que aquel metro que fue futuro ahora se retrasa. El de Bilbao, ese metro que fue niño prodigio del urbanismo vasco, lleva años corriendo puntual… pero envejeciendo en silencio. Y uno se pregunta si el problema no será que lo hemos hecho tan bien, tan bonito, tan intocable, que no nos atrevemos a tocarlo. Que confundimos eficiencia con inmortalidad. Que la nostalgia de la obra bien hecha está aplastando la necesidad de recambios.