El otro día, un día cualquiera en una calle cualquiera de Bilbao, una mujer bajó la cabeza mientras cruzaba la acera porque notó unos pasos detrás de ella. No era muy tarde, pero sí lo suficiente. Llevaba las llaves en la mano como quien lleva un amuleto oxidado. Apretaba el móvil en el bolsillo como si con eso pudiera evitar lo inevitable. No pasó nada. Solo fue miedo. Pero el miedo también es violencia.

En lo que va de año, Bilbao ha registrado un incremento alarmante de agresiones machistas. Cada número es un cuerpo. Cada dato es una mujer que ya no duerme igual. Cada parte policial es la confirmación de que algo no está funcionando como debería. Y lo peor no es solo la violencia. Lo peor es esa sensación creciente de que se ha normalizado un eco de fondo, como si se tratara de una música ambiental que cuesta apagar. Algo se está rompiendo. O tal vez algo nunca se terminó de arreglar.

No es cuestión de discursos vacíos, ni de minutos de silencio que no cambian rutinas, ni de campañas que duran lo que tarda en secarse la pintura de un banco lila en el parque. Hablamos de protocolos que deben servir para algo más que colgarse en una web institucional. De medidas que tienen que llegar antes de la primera agresión, no después de la última.

¿Dónde están las plazas de acogida suficientes, los recursos psicológicos, los policías formados específicamente para tratar con una víctima que llega rota y sin confiar en nadie? ¿Dónde?

No es una cuestión de ideología, sino de dignidad. Revisar los protocolos no es una declaración política. Es una obligación moral. Porque cada vez que una mujer es agredida y el sistema no responde –o responde tarde, o responde mal...–, no solo falla el gobierno. Fallamos todos. Como ciudadanos. Como vecinos. Como sociedad. Y justo eso es lo que debemos evitar que pase. Justo eso es lo que no puede pasar.