Uno escribe la palabra tensionada y vienen a su memora los certeros tirachinas de la infancia, una herramienta más propia del siglo XX que del XXI y que, sin embargo, nos llenó de espíritu aventurero en las tardes salvajes que vivíamos en los bosques de nuestra infancia. Hoy si le atisban a uno apuntando a un jilguero -en el improbable caso de que se vean ligueros en estado de libertad, que esa es otra...- correría el riesgo de ser denunciado por maltrato de animales. Es el sino de los tiempos y lo más adecuado si queremos continuar compartiendo vida con la naturaleza salvaje pero no me pidan que espante a la nostalgia. No puedo.
En fin, hecho el desahogo metámonos de bruces en el tema que hoy nos ocupa y, me temo, nos preocupa. Hoy Barakaldo se erige como un microcosmos de la lucha por la vivienda, un lugar donde las esperanzas y las frustraciones se entrelazan en un tejido urbano que grita por atención. Mañana será otro municipio porque esa es la tendencia. Como un río que arrastra consigo las historias de sus orillas, Barakaldo lleva en su seno las narrativas de quienes buscan un hogar, un refugio, un espacio donde sus sueños puedan florecer.
Las calles de Barakaldo, con su mezcla de modernidad y tradición, son testigos de un fenómeno que se repite en muchas ciudades del mundo: la tensión habitacional. Aquí, donde las fábricas alguna vez resonaron con el eco de la producción, hoy resuena el clamor de quienes se ven obligados a luchar por un lugar bajo el sol. La gentrificación, ese monstruo de mil cabezas, avanza sigilosamente, transformando barrios que alguna vez fueron el alma de la comunidad en espacios casi elitistas, donde el costo de la vida se eleva como un globo que se escapa de las manos
Los edificios cuentan historias de familias que han vivido en Barakaldo durante generaciones. Comienzan a borrarse esas huellas.