Es algo que obliga a estar abierta. Les hablo de la amenaza de la tierra que cae con estrépito, en no pocas ocasiones por los efectos de las lluvias torrenciales que provocan aludes merced a la inestabilidad de algunas de las colinas que nos rodean. El viejo Botxo, tan rodeado de montes como siempre estuvo, vive ahora un tiempo de achaques y precisa, por decirlo de una manera científica, cuidados intensivos.
Lo vimos hace no mucho, cuando uno de esos derrames de piedras, tierras y raíces que tanto estrago provocan detuvo la ruta tradicional del funicular de Artxanda, hoy a la espera de una recuperación que se antoja larga y compleja. Lo aludes, ya saben, siempre son traicioneros y nunca sabe uno cuales son sus planes, dicho sea a la manera de una película de espías.
Les hablo de los taludes que nacieron para frenar a esos aludes tan peligrosos. En la sombra de las montañas, en la arteria del mundo, donde el sol apenas toca el suelo, hay cuerpos de tierra y piedra que se desploman como un susurro silencioso. Los taludes, esas paredes de la naturaleza que desafiaban la ley de la gravedad, nos observan desde las alturas. Son guardianes de un tiempo que no entendemos, pero que, en su misterio, nos enseñan las leyes crudas de la vida y la muerte.
Esos taludes que protegen nuestras carreteras, nuestros hogares, nuestras ciudades, parecen ser inofensivos. Pero su vigilia es incierta, sus movimientos secretos. Y, sin embargo, los ignoramos. En nuestro apuro, en nuestra obsesión por el progreso, olvidamos que ellos son los centinelas olvidados del paisaje. Vivimos a su costado, como si su amenaza fuera de una historia antigua, un fantasma que nunca se materializa.
Las rocas y los suelos tienen memoria. Ellos recuerdan las lluvias, las sequías, las vibraciones de la maquinaria, el peso de los edificios que, con sus cimientos, no preguntan por el alma de la tierra. Los taludes, esas montañas hechas de tierra y miedo, soportan el peso de los siglos, pero también son frágiles.
La vigilancia de los taludes no es una cuestión de máquinas ni de cables de acero, es una cuestión de escuchar lo que no se oye. Es saber que el territorio, en su desconcierto, no siempre obedece a las reglas que nosotros tratamos de imponerle. Hay un riesgo constante, y el hombre, con su prisa, intenta domarlo. Pero no es fácil domar a la fiera de la naturaleza.