SI la carretera dibuja una ese, sinuosa, el bidegorri tratará de ceñirse a su cintura para no perder paso de baile, si me lo permiten decir así. La idea es procurar que las dos serpientes circulen paralelas. Siempre que se pueda, la red foral de esos caminos rojos de aires ecologistas serpenteará, como les dije, a su lado con el propósito de que vehículos y bicicletas no se crucen en el camino y circulen en convivencia. Cuando aún no había medios de transporte como los citados, el romano Epícteto ya dijo bien claro: trázate tal norma de vida que puedas seguirla lo mismo cuando estás solo que en compañía.
En un mundo donde la movilidad se ha convertido en un asunto de debate constante, la imagen de un ciclista esquivando coches en una carretera abarrotada es, a la vez, un símbolo de libertad y un recordatorio de la falta de planificación urbana. Imaginen una mañana soleada en una ciudad cualquiera. Los coches, como siempre, se agolpan en las calles, pitando y acelerando, mientras que las bicicletas, con su ritmo pausado y su aire despreocupado, se abren paso entre el tráfico. Aquí es donde comienza la danza: un ballet urbano donde cada uno tiene su papel, pero donde a menudo se pisan los pies. Los ciclistas, con su anhelo de espacio y seguridad, se ven obligados a compartir la calzada con vehículos que, en su mayoría, parecen haber olvidado que la carretera no es solo suya.
La solución, como en tantas otras cosas, parece estar en el equilibrio. Carriles bici bien diseñados, que no sean meras líneas pintadas en el asfalto, son fundamentales. No se trata solo de trazar una línea y esperar que la magia ocurra. Se necesita una infraestructura que respete a todos los usuarios de la vía, donde el ciclista no se sienta como un intruso en un mundo de metal y prisa.
Pero, ¿qué pasa con los coches? La cultura del automóvil ha estado tan arraigada en nuestras sociedades que deshacerse de ella no es tarea fácil. Invitan a pedalear en lugar de acelerar. No es fácil.