El viento, ese viejo conocido que a veces se presenta como un suave susurro y otras como un grito ensordecedor, ha decidido mostrarnos su cara más feroz. En estos días, las rachas han barrido no solo las hojas de los árboles, sino también la calma de nuestras vidas cotidianas. Nos encontramos ante un temporal que, más allá de ser un fenómeno meteorológico, se convierte en un espejo de nuestras vulnerabilidades. La borrasca se llama Éowyn y viene a confirmarnos que en pleno siglo XXI, las tormentas no son simplemente fenómenos meteorológicos sino que son protagonistas de una novela a la que, si no le prestamos atención, nos arriesgamos a salir en el capítulo final como víctimas de lo inevitable.
Traen consigo algo más que lluvia y viento, vienen también con incertidumbre. Si las borrascas con nombre propio fueran personas, serían esas amistades peligrosas que te avisan de que van a llegar tarde a la fiesta, pero nunca de cuánto daño traerán consigo. Puede ser nada más que una molestia pasajera o un cataclismo de proporciones desmesuradas. ¿Cómo, entonces, prepararnos? Porque las previsiones y las alertas nunca son suficientes para garantizar que lo peor no sucederá. Es difícil saberlo pero los vientos parecen haberse forjado en un gimnasio de halterofilia: llegan con unos bíceps tremendos.
Según aseguran los dioses de las isobaras hoy harán un regate, sí, pero mañana apretarán con fuerza descomunal. Tengamos cuidado. Las calles, que normalmente son un bullicio de risas y conversaciones, se han transformado en un escenario desolador. Los toldos de los bares, que antes danzaban al ritmo de la brisa, ahora yacen deshechos en el suelo, como sueños rotos. Las ramas caídas son testigos mudos de la fuerza de la naturaleza, recordándonos que, a pesar de nuestros avances, seguimos siendo pequeños ante su poder. Estén, por favor, ojo avizor.