No hay reloj que de vuelta hacia atrás, eso es un imposible. Siendo conscientes de ello hoy puede decirse que llegó su hora, el momento en que comienza la cuenta atrás de los pisos turísticos que despegaron hacia el futuro con la fuerza y hoy se ven escasos de combustible. No llegarán a la luna que prometían. Es más, hoy son protagonistas de una lucha entre los derechos y los sentimientos de pertenencia. Al parecer, estos últimos son los que llevan ventaja en la carrera espacial, la maratón que persigue la búsqueda de un espacio que facilite el porvenir de los pueblos.

Como sombras que se deslizan en la penumbra, los pisos turísticos han invadido el espacio que antes pertenecía a la vida cotidiana, a la risa de los niños que juegan en la plaza, al aroma del pan recién horneado que se escapa de la panadería de la esquina. Pero ahora, en un giro del destino, comienzan a perder su espacio, como un eco que se apaga en la distancia.

Las ciudades, esos organismos vivos que respiran a través de sus habitantes, han sido transformadas en escaparates para el turismo. Los pisos, que alguna vez fueron refugios de familias, se han convertido en mercancías, en productos de consumo que se alquilan al mejor postor. La esencia de lo cotidiano se ha visto desplazada por la voracidad de un mercado que no conoce límites. Y así, el alma de la ciudad se ha ido desdibujando, como un cuadro que pierde su color.

Los turistas han llegado en manadas, como aves migratorias que se posan en un lugar sin entender su historia. Se instalan en los pisos, pero no ven más allá de la fachada No escuchan el murmullo de la vida que se desarrolla en las calles, ni sienten el pulso de una comunidad que lucha por sobrevivir. La ciudad se convierte en un parque temático, donde lo auténtico se convierte en un espectáculo y lo cotidiano se vuelve un recuerdo lejano.