Aparcar, verbo que para la RAE tiene, entre otras, la siguiente acepción: Dicho de un conductor: detener su vehículo automóvil y colocarlo transitoriamente en un lugar público o privado, se ha convertido, miren qué paradoja, en un sueño que no cesa, que no se detiene, que no se aparca. Que levante la mano aquella persona que no ha sufrido, en alguna que otra ocasión, el suplicio de la búsqueda de una plaza libre. Hablemos hoy de los aparcamientos bajo techo. Existen un puñado de plazas libres, tantas como demanda. ¿Parece sencillo, verdad? Pues hay gente que no ve la luz. No les gusta el dónde, el cómo ni el porqué. Ni las plazas rotatorias, ni unos metros más allá del centro de la diana de Bilbao, ni la profundidad de los sótanos, ni vaya usted a saber qué.
Las plazas de aparcamiento son, sin duda, uno de esos temas que parecen triviales, pero que, en el fondo, son un reflejo de nuestra relación con la ciudad. En un mundo donde el espacio es cada vez más escaso y la población urbana crece como la espuma, encontrar un lugar donde dejar el coche se ha convertido en una odisea digna de un héroe griego.
Recuerden sus paseos por el centro, con la mirada fija en cada esquina, como si buscara un tesoro escondido. “Ahí hay una”, se dicen algunos a sí mismos, solo para descubrir que estaba reservada para un vecino que, a todas luces, no tiene más derecho que yo a ese espacio. La lucha es una guerra silenciosa: los coches son soldados; las plazas, el botín. Son como esos espejismos en el desierto: siempre parecen estar un poco más allá, justo cuando crees que diste con ella. Las soluciones que se proponen son, en ocasiones, absurdas. Desde parkings subterráneos que parecen más una trampa que una solución, hasta aplicaciones que prometen encontrar el espacio perfecto, pero que son tan útiles como un mapa en blanco.