La felicidad. Es esa sensación que te invade cuando sientes que la vida es buena y no puedes evitar sonreír. Por dentro o por fuera. No la ves venir. Al fin y al cabo, la vida es muy rápida: hace que la vida pase del infierno al cielo o viceversa en unos segundos. Y cuando uno quiere comprarse unas tierras de felicidad nunca sabe qué precio pagar. Por estas fechas siempre andamos con las mismas esperanzas: ganar la felicidad con un décimo de lotería premiado.

A nada que uno se fije se dará cuenta que es el viaje el que aporta la felicidad, no el destino. Por eso, aunque nos extrañe, pasada la primera efervescencia a veces ves a alguien afortunado en el sorteo y eso nos extraña. Es entonces cuando nos asalta la duda. ¿Cuál es el precio de la felicidad? ¿Acaso no era esta la felicidad? ¿Acaso tener resueltos los gastos de la vida no es suficiente? A la vista está que no. O al menos no del todo.

Es por ello que uno se pone a pensar, dale que te dale, y llega a la conclusión de que la felicidad se sujeta con mucho más que un puñado de doblones de oro, como se decía antaño. Cada cual tendrá su fórmula, eso es seguro. Por si la de un servidor les sirviera de algo para resolver el problema les diré que no hay sonrisas sin salud, tenga uno la caja de caudales como la tenga. Un cuerpo sin dolores es un requisito esencial para que todo le parezca posible a uno. El segundo sumando de la ecuación es claro par quien esto escribe: la compañía. Vivir en soledad, si no buscada, es una pesada carga. El amor , la amistad, el cariño... Todas estas virtudes son esenciales para la vida alegre. Con la pareja, con la familia, con las amistades. Con quien cada uno quiera, pero siempre acompañado y querido. Y me temo que el dinero tampoco puede comprar algo así. Al menos una compañía de calidad. El alegrón del premio no siempre trae la promesa de ser feliz. l