CUANDO Geoffrey Chaucer escribió Los cuentos de Canterbury, allá en 1300, utilizó el término peligroso –dangerous– para indicar a una persona “difícil de complacer.” El término evolucionó y ya a finales del siglo XV se entendía como “algo que causa dolor” o “que está en riesgo”. Hasta hace bien poco nos parecía el culmen de los peligros, entre las cosas cotidianas, qué sé yo, un pit bull enfurecido o una carretera sembrada de hielos. Ahora las redes sociales, con esa salvaguarda del anonimato, se ha convertido, qué se yo, en el cuchillo de Jack, El Destripador. Es algo cien por cien peligroso.

¿Exagerado? Yo creo que no. El uso incontrolado de las pantallas, como, por ejemplo, el ciberbullying, el ciberacoso o las apuestas on line, sin ir más lejos están al alcance de los estudiantes menores, todo un riesgo para seres humanos aún en procesos de formación.

El estudio sobre el que orbita esta reflexión estima que cerca de un tres por ciento de la juventud está en riesgo extremo. Uno ya sería mucho, pero el porcentaje es relevante. Entre los posibles factores que influyen en el abandono escolar se encuentra, también, el mal uso de las tecnologías. Hay quien asegura que puede hacerse frente a este asunto utilizando metodologías novedosas como es el aprendizaje entre iguales o los modelos de rol. La dificultad es que a uno le hagan caso en la efervescencia de los dieciséis.