DICE una voz popular gastrónoma aquello tan manido de “de la mar, el mero, y de la tierra, el cordero” y visto el camino que lleva la bolsa de la compra navideña me temo que sería consecuente añadir, qué sé yo, de la Navidad el puchero. Valga para esta reflexión coger un vuelo, un coche para una larga travesía, o un barco y viajar hacia la tradición para posarse en Italia y sentarse en aquellas mesas sagradas donde las lentejas son veneradas como pepitas de oro. Tampoco sé lo que cuesta en el país transalpino un kilo de la humilde legumbre pero igual uno se pega un susto morrocotudo. No en vano, los precios los ponen a medio camino entre los vendedores y la demanda. También puede uno ensayar en casa con el Buon Natale e Felice Anno Nuovo; con el bona sera, gracce mile y arrivederci y así sucesivamente hasta hacer un ejercicio de imaginación pensando que uno se pega el gran banquete junto, qué sé yo, a la Fontana di Trevi o el Coliseo romano.

Venga entonces una loa al puchero ahora que nuestra tradicional compra de la cena de Navidad se ha puesto por las nubes, con precios astronómicos que invitan casi a un juego: que nos hagan los cálculos de la cena los meteorólogos, con tanto precio pajareando por los cielos. Una alabanza al caldero (también hay, qué se yo, sukalkis, marmitakos o arroces con bogavante que lucen prestancia en las mesas...) que nos permita salir apenas con unos rasguños del trance.

El pueblo no parece por la labor y se ha lanzado a las carnicerías y pescaderías para congelar. El problema radica es que tontos ya no quedan (apenas unos pocos y son difíciles de encontrar, como las angulas asequibles, pongamos por caso...) y los precios ya han hecho, en no pocos casos, las correcciones pertinentes. Nos quejamos, pataleamos y ponemos el grito en el cielo pero la noche del 24 de diciembre...