Solo hay un agente infeccioso que viaje más rápido que un virus: el miedo. Es el mismo gen patógeno, sin duda alguna, que aquel que afectó, sin duda alguna, al hombre al que intentaron secuestrar a un hijo de 6 años al que trataron de llevarse de la mano por la calle Autonomía. La tragedia más grande de toda la historia de la humanidad probablemente sea el secuestro de un hijo, lo que justifica que el padre angustiado partiese tras la persona que se llevaba a su hijo de la mano y le zumbase un puñetazo de lo lindo para recuperar a su hijo, a plena luz del día, en la calle Autonomía, donde tuvo lugar el aparatoso intento. ¿Qué no ha de sentir un progenitor cuando ve que su hijo desaparece de su guardia? La angustia que sufrió ese hombre, la sensación de que su mundo entero se hundía por un precipicio debió ser sobrecogedora.

Uno cierra los ojos y ve que esta historia se salvó sin el horror que anunciaba. Siente lo vivido como un thriller turbio y oscuro, lleno de oscuridad y tremendo. Y aun siendo ajeno a la realidad más cercana uno siente que se enfrasca en la batalla contra la inseguridad, allá en la línea roja de la vida. Uno comprende entonces que no gana el más grande sino el más rápido y siente el escalofrío de que pueden arrebatarte una parte crucial de tu vida en un esprint.

Visto que los padres respiran con alivio a uno le llega una escena de Woody Allen en la que el cineasta neoyorquino busca quitarle miedo a la imagen de un secuestro bañándola en las aguas del humor, Dice algo así como “Y mis padres por fin se dan cuenta de que he sido secuestrado y se ponen en acción rápidamente: alquilan mi habitación”. No está bien refugiarse en algo así, ya lo sé, pero es tan alto el miedo que uno no sabe cómo acercarse a esos progenitores sin dañar. Acaso con una risa nerviosa.