DIGAMOS que vivió una hibernación forzosa por la ya lejana prohibición y por las dificultades para recuperarlo de la memoria del pueblo. El euskera, la vieja lengua materna, recobra poco a poco su vida con el deshielo de las trabas y con el florecer de un puñado de generaciones que poco a poco fueron entregándose en su aprendizaje. Allá donde sobrevivieron pequeños núcleos, el asunto es menos complejo. En el hogar o en el campo donde se trabajaba la tierra o con el ganado; en los pueblos autosuficientes o en los barcos de pesca, donde la convivencia cerrada duraba meses, el euskera tuvo mejor color. Se hablaba con más soltura y menos miedo.

¿Qué pasó en las grandes ciudades o en los barrios muy poblados; en los municipios más ligados a la industria (y por consecuencia, al comercio derivado de ella...) cabe preguntarse? En los comienzos de la prohibición hubo algunos focos de infección: la llegada de la migración, que no conocía la lengua, el miedo a la denuncia o a que a uno le tachasen de aldeano, lo que redujo su uso y, como consecuencia de todo ello, el olvido, lo que rompió la cadena de transmisión en apenas un par de generaciones. Lo suficiente para que se lo llevase un iceberg mar adentro.

Han hecho falta años, muchos años, para recuperarse de esas heridas. Y hacen falta muchos más. Las últimas juventudes (de la edad madura en adelante las dificultades para el aprendizaje de un idioma ya son morrocotudas...), apoyadas en las políticas de recuperación, ha redoblado esfuerzos y los resultados saltan a la vista. Poco a poco la población euskaldunberri va perdiendo el miedo a su uso en la medida que van cogiendo soltura al hablar y expresarse. Ahora acaban de informar que la tierra madre, el Bilbao metropolitano, detecta un crecimiento considerable del uso del euskera que, como ven, regresa a casa.