LA bestia está suelta y puede que usted la conozca. O lo que es peor, puede que sea usted mismo, alguien con pacífica apariencia y alma, en el caso de que posea algo así, depredadora y salvaje. Pasan los días, los meses, los años y los siglos y las mujeres no se sacuden de encima ese estigma: para un grupo de hombres no son sino presas. Tanto da si el agresor tiene una tara mental (eso se da por hecho, queridos y queridas...) de impulsos irrefrenables (¿por qué no se pegará con una piedra en sus partes como muestra de la locura que les posee, dicho sea con todos los respetos a quienes en verdad padecen una enfermedad mental...?); si había bebido más de la cuenta y no era consciente de sus actos (el viejo cuento de Caperucita no cuela...) cuando actuó como lobo solitario o en piara (es mucho más ajustado a la verdad que bautizarles como, qué sé yo, la manada...) o si son, como tanta gente piensa, unos hijos de puta con pintas. Tanto da las razones que les llevaron a una abusiva práctica sexual. He escuchado algunas reflexiones más peligrosas aún, expresiones del tipo “quien juega con fuego...” que atufan a la carroña de la justificación.

Me dirán que esta no es noticia nueva. Que siempre hubo gente así. Uno quisiera pensar que la evolución de la especie no debiera detenerse en cuestiones físicas y que los seres humanos, habida cuenta que llevamos siglos pareciéndonos a nuestros congéneres antepasados en los rasgos físicos, debiéramos haber evolucionado en lo moral, en los campos de la ética o en algunos de esos terrenos que nos dignifican. Ya veo que no.

¿Qué asunto es este de reforzar la vigilancia, de marcar, en los mapas y las agendas, las zonas negras y las horas peligrosas? ¿Acaso no lo han leído bien: en cinco años se han duplicado las agresiones sexuales y en uno de cada tres casos eran menores de edad? ¡Qué barbarie!