EL gol es caro, repiten una y otra vez los directores deportivos de equipos de medio mundo, letanía a la que se suman los delanteros centros puros, una especie en vías de extinción. El gol cuesta un riñón, máxime desde que el videoarbitraje lo haya convertido en material frágil, en materia prima de suspense para una película de Alfred Hitchcock. El gol ya no es el éxtasis ni el nirvana. Se ha convertido en la nota definitiva de una cadena de exámenes finales. Con todo, el gol tiene miles, millones de admiradores y apenas un puñado de enemigos: los porteros de fútbol. En la fantasía del fútbol equivalen al profesor Moriarty, Lord Voldemort, Octopus o el Dr. No y, sin embargo, Bilbao aguarda el último partido de la temporada con una única esperanza: que Unai Simón se convierta en uno de ellos, en un guardameta sin piedad, como tantas y tantas tardes antes. Que no encaje un solo gol. Que enmudezca tanta belleza.

Uno piensa que, como hombre de fútbol, a Unai también le gustarán los goles. Al menos los que marque el Athletic y ese otro puñado de obras de arte que pasean por los highlights de medio mundo. Y sin embargo el sábado le queda pendiente un último servicio: que no entre en su casa ni un solo invitado más, ni un gol en su portería. El objetivo es convertirse en el Zamora de la liga, medio siglo largo después de que lo lograse José Ángel Iribar. Irá a Vallecas, supongo, con un punto de ansiedad o de nervios, él que tantos partidos ha jugado desde la templanza. Ha de resistir 60 minutos sin encajar y luego, si quiere, levantar la mano y pedir el cambio o tirarse al suelo. Sin portero no se juega.