A Unión Europea es mucho más que la existencia de unas instituciones y una moneda comunes. Es también un espacio de derechos y libertades que ejercen los ciudadanos europeos como inividuos pertenecientes a uno de los Estados miembros. En este ámbito, cualquier juez o tribunal de uno de los países de la Unión es, per se, un juez europeo y tiene la obligación de actuar como tal en todas sus decisiones. El magistrado del Tribunal Supremo español Pablo Llarena, sin embargo, no parece tener claro este elemental principio de garantía judicial. Su empecinamiento en conseguir la detención y entrega del expresident de la Generalitat Carles Puigdemont -objetivo que, en pura teoría, sería lícito si se actúa con arreglo al procedimiento, por cuanto el dirigente independentista ha eludido la acción de la justicia exiliándose en Bélgica- le ha llevado ya en numerosas ocasiones a obviar estos fundamentos -más por el afán en lograr su ansiado objetivo que por ignorancia o desconocimiento- y en consecuencia ha conseguido que su demanda sea sistemáticamente desatendida por la justicia europea. Con la decisión de ayer del Tribunal de Apelación de Sassari, son ya cinco tribunales de países de la UE -Bélgica, Alemania, Reino Unido e Italia- los que, por diferentes razones y en distintas circunstancias, han desoído a Llarena y han dejado en libertad a Puigdemont o alguno de sus consellers en similar situación. Era más que previsible que la justicia italiana resolviese como lo hizo ayer, suspendiendo sine die la orden de detención y entrega de Puigdemont hasta que el Tribunal General de la Unión Europea se pronuncie sobre el fondo de la cuestión, es decir, sobre la inmunidad del expresident, y dilucide definitivamente sobre la cuestión prejudicial presentada por el propio Llarena. Era tan obvio que causa sonrojo, máxime cuando el magistrado mantuvo su petición de extradición el pasado jueves e incluso intentó ayer in extremis la detención en Cerdeña de Clara Ponsatí y Antoni Comín, que fue también desatendida por Italia. El corolario es que Puigdemont es un hombre libre y en pleno ejercicio de sus derechos con el aval de toda la justicia europea salvo la española, que vuelve a quedar en evidencia como exótico ariete de una política vengativa que ignora -y trata de involucrar a otros- los pilares más básicos de actuación garantista.