A reciente decisión del Tribunal Constitucional sobre la aplicación del estado de alarma y sus implicaciones sirve de ejemplo más reciente de una constante divergencia interpretativa de la normativa vigente que viene arrastrándose desde el inicio de la pandemia covid y que, en no pocas ocasiones, no tiene tanto que ver con las propias circunstancias de la gestión de la misma como con un pulso entre poderes y dentro del propio judicial. Una primera lectura podría trasladar la percepción de que la divergencia de criterios que acreditan los tribunales en la aplicación de las normas generales tiene que ver con un análisis más estrictamente legalista de la letra de la norma frente a otro que abogaría por el posibilismo y la flexibilidad en aras de facultar a las autoridades de los mecanismos objetivamente necesarios para desempeñar su función de protección pública. La primera opción se muestra anquilosante en el sentido de que, investido de una misión protectora de derechos y libertades, la práctica de sus mandatos es la imposibilidad de acometer las medidas efectivas que en otros lugares del mundo se están aplicando por considerarlas restricciones excesivas. Pero los del toque de queda, el horario de la hostelería, la movilidad ciudadana, no son solo debates sometidos estos días a inseguridad jurídica sino que la ideologización de los argumentos adquiere en ellos un peso que los desvirtúa. Venimos de una experiencia en la que el discurso populista de la libertad asociada a la ausencia de frenos a la voluntad ciudadana en prácticas que nada tienen que ver con derechos sino con apetencias -tomarse una caña es un eslogan que hizo fortuna en Madrid- ha ganado unas elecciones. En torno a una anécdota ha tomado forma un discurso ultraliberal que pretende restringir a los poderes públicos las funciones para las que son concebidos contra la propia experiencia preventiva y su utilidad. Este modelo de poder público paliativo y no preventivo del riesgo sanitario carece de la representatividad legislativa para imponerse pero disfruta de la aquiescencia de un sector mayoritario del poder judicial. Así, el riesgo de que, como ha hecho la exigua mayoría del Constitucional, se enmiende al poder legislativo y al ejecutivo en sus funciones se traduce en que se impone un modelo de gestión inoperante o abusivo. Sin término medio.