A confirmación por parte del presidente español, Pedro Sánchez, de que el Gobierno va a elaborar su propia propuesta de Ley de Secretos Oficiales presenta, por su absoluta inconcreción, ausencia de diálogo previo, antecedentes de obstrucción para la reforma de la norma vigente y perspectiva de dilatación en el tiempo, serias dudas sobre su viabilidad al menos a medio plazo. El anuncio de Sánchez tiene, por ello, un componente decepcionante, de modo que la imperiosa y urgente necesidad de contar con una ley democrática que regule los denominados secretos oficiales y, con ello, el acceso transparente a documentación relevante queda de nuevo devaluada. Que la normativa vigente al respecto date del franquismo (en concreto, de 1968), sin apenas reforma -la de 1978, previa a la Constitución, fue mero maquillaje- es insultante para cualquier espíritu democrático. Al amparo de los secretos oficiales están vedados no solo para historiadores -como justificó ayer Sánchez-, sino para las víctimas de violaciones de derechos humanos por parte del Estado documentos y datos trascendentales para conocer lo que ocurrió en episodios oscuros y graves como la muerte de Mikel Zabalza, los crímenes del 3 de marzo en Gasteiz, múltiples atentados de los GAL como el caso Lasa y Zabala, el entramado del golpe de Estado del 23-F o, sin ir tan lejos, los turbios asuntos del comisario Villarejo. Pese a ello, la urgencia de reformar la ley no ha sido la prioridad del Gobierno. Desde hace años, el PNV viene exigiendo la reforma de la actual Ley de secretos presentando sucesivas iniciativas en el Congreso, una demanda que ha chocado siempre con la deliberada dilatación de la tramitación, legislatura tras legislatura. El planteamiento jeltzale, además de justificado, es viable y razonablemente rápido. Por contra, una nueva Ley -a falta de una mayor concreción que Sánchez obvió-, con todos sus trámites parlamentarios y en pleno clima de máxima confrontación política, corre el riesgo de volver a dormir el sueño de los justos. Una ley clave como esta necesita mucho diálogo y consenso, político y social. Y la reforma -ya en tramitación parlamentaria- lo permitiría. El riesgo de concluir la legislatura sin aprobarse y, en consecuencia, con la ley franquista aún en vigor sería, además de un fracaso, una nueva ofensa a las víctimas y un estigma más para la democracia española.