LA intervención del fiscal Javier Zaragoza en su turno de conclusiones del juicio sobre el procés que se desarrolla en la Sala Segunda del Tribunal Supremo y los términos en que el magistrado de la Sala Tercera de ese mismo tribunal, Pablo Lucas Murillo, se refiere a Franco en la resolución que dicta la suspensión cautelar de la exhumación de los restos del dictador son síntomas de las dos enormes infecciones que atacan la consideración demócrática de la justicia del Estado español: la dependencia política de sus órganos y de la elección de quienes los integran y la ausencia todavía hoy de una verdadera regeneración de los impulsos autoritarios que la conformaron durante cuatro décadas de inhumana dictadura. Lo segundo queda evidente en la insultante consideración de Franco como “jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936”, cuando Manuel Azaña presidía el gobierno legítimamente constituido de la República, en la resolución redactada por el magistrado Lucas. Lo primero, en lo desmedido, es decir, fuera de toda medida jurídica, del tono, fondo y consideración de las acusaciones formuladas por Javier Zaragoza, todas ellas herederas de la postura preadoptada por el Poder Judicial y la Fiscalía y que ya sus entonces máximos exponentes -Carlos Lesmes y José Manuel Maza- hicieron explícita en la apertura del año judicial el 6 de setiembre de 2017, antes de los hechos que se juzgan. Postura que no era precisamente ajena a los condicionantes políticos e ideológicos que se derivan de los respectivos nombramientos a resultas, finalmente, de los acuerdos alcanzados en su día por los dos principales partidos de ámbito estatal para repartirse la designación de los cargos de la máxima relevancia en la justicia, con el enorme deterioro de los principios y espíritu del Título VI de la Constitución -y más concretamente su art. 122- que dicho acuerdo ha supuesto. Ambas infecciones, en todo caso, se han expandido además con otro agente patógeno del que el luego inhabilitado juez Garzón puede considerarse pionero: la utilización del artificio argumental o la mera interpretación policial en investigaciones, autos y sumarios con el fin de alcanzar las conclusiones que den pie a la acusación. Llegados a este punto, solo una profunda intervención que depure la vinculación histórica, elimine la dependencia política y restablezca la normal aplicación de la ley podrá restablecer la justicia.