Independientemente del endiablado desenlace final, la verdad es que la jornada del pleno de investidura de Salvador Illa nos sumió en una especie de agujero negro en el que la normalidad política estuvo más cerca de la ficción que de la realidad. Es muy difícil entender ese visto y no visto del ex president de la Generalitat Carles Puigdemont y en una estrategia centrada en su propio narcisismo, en una enloquecida mescolanza de megalomanía, resentimiento y provocación.

Nos lo podemos imaginar, en remota conspiración con su guardia pretoriana de Junts per Catalunya, ya que no seremos president, amarguemos la fiesta a los felones, entiéndase el candidato españolazo Salvador Illa y Esquerra Republicana como traidores, botiflers, vendidos al enemigo. ¿El golpe? Ante todo, la aparición previa al pleno de Carles Puigdemont arropado, encapsulado casi en medio del apretado montón de gladiadores de máxima confianza, el discurso apresurado, radical, remedo del “Ja sóc aquí” de Josep Tarradellas, los desaforados vítores de la multitud previamente convocada y la desaparición como por arte de birlibirloque del artista con fuga posterior. Una sorprendente pero cutre performance.

Se las apañó el expresident Puigdemont para dejar en ridículo a sus leales Mossos d’Esquadra dejándolos como Cagancho en Almagro, visto y no visto, su fiel Policía desacreditada tras su pura exhibición de pequeño Houdini.

Se las apañó para ser único e indiscutible protagonista de una jornada que esperaba ser vivida como una vuelta a la normalidad en la política catalana. Si la hazaña de Puigdemont no hubiera sumado un escalón más en la desestabilización ya crónica de la política española, hubiera figurado entre un nuevo episodio de vodevil con el mismo protagonista especialista en fugas que, como un pillo, volvía a engañar al personal después de prometer que iba a dejarse detener para demostrar la parcialidad de los jueces.

Cierto que hubo jugada maestra, pero con todos los elementos para calificarla de opereta que, ahora sí que sí, deja a su partido Junts per Catalunya a los pies de los caballos y hace grande a Esquerra Republicana como partido capaz de pisar con realidad.

El episodio del jueves es de traca, una especie de teatro de fin de curso en una residencia de estudiantes, en el que se manejaron los elementos clásicos de la intriga, el escándalo, el disfraz, cuando crees que me ves cruzo la pared y ¡hale hop! que me fugo de nuevo.

Superada la sorpresa y en su papel cada uno de los personajes, aún resuenan y resonarán los aplausos, las carcajadas, los lamentos, los abucheos y los sobresaltos. Como en el circo. Pero pasada la función, hay que volver a la realidad, una muy dura realidad para la que no tienen ningún valor los espectáculos circenses.

La vivienda, el paro, las comunicaciones, la inmigración, la educación, la convivencia, todas esas realidades tan alejadas del histrionismo y el forofismo, por más espectacular que se pretenda.

Vienen tiempos duros, Carles Puigdemont, y la ciudadanía catalana ha dicho quién y con quiénes deben encararse. Pero me temo que dada su tendencia al espectáculo, su reacción a la nueva realidad sea aquello de cuanto peor, mejor. Pero, ojo, que tanta osadía, tanta frivolidad, no vaya a llevarse por delante a su partido, a quien tanto debe y tanto le ha venerado.