Giro energético inesperado: Europa vuelve al subsuelo
La reactivación de exploraciones de gas y petróleo en varios países europeos, con Grecia otorgando su primera licencia offshore en más de cuarenta años, Italia replanteándose la moratoria de 2019, y el Reino Unido –fuera ya de la UE, pero actor determinante en el mercado energético europeo– relajando restricciones en el Mar del Norte, ha roto un tabú que la Unión creía superado. Tras una década de discursos solemnes sobre la irreversibilidad de la transición verde, estos movimientos devuelven a la agenda un vocabulario que parecía archivado: prospecciones, yacimientos, extracción, rentabilidad fósil. El giro no es anecdótico ni puntual; es la respuesta de gobiernos sometidos a la presión simultánea de precios altos, tensiones geopolíticas persistentes y un creciente temor a que la ciudadanía perciba la transición como un coste añadido. El resultado es una coreografía incómoda: mientras Bruselas insiste en su liderazgo climático, la práctica de algunas capitales se desliza hacia soluciones que recuerdan más al pasado que al futuro descarbonizado que proclaman. La pregunta ya no es si Europa quiere liderar esa transformación, sino si puede hacerlo con decisiones nacionales que erosionan su coherencia estratégica en cuanto el contexto se vuelve adverso.
La decisión de Grecia de autorizar una prospección en aguas profundas, la reconsideración italiana de su moratoria y la flexibilización regulatoria del Reino Unido –que, pese al Brexit, sigue condicionando precios y dinámica competitiva en el mercado energético europeo– envían un mensaje incómodo: la seguridad energética inmediata continúa vinculada a los combustibles fósiles que la UE prometió abandonar.
Estos movimientos reconfiguran el equilibrio político que sostuvo el Pacto Verde en su etapa inicial y revelan que la transición, tal como está planteada, no ha conseguido blindarse frente a los vaivenes económicos. La dependencia del gas licuado estadounidense y catarí, la lentitud en el despliegue de renovables y la falta de una política industrial continental han abierto espacio para soluciones que los propios gobiernos evitaban admitir públicamente. La fractura es evidente: mientras algunos invocan pragmatismo, otros ven en esta marcha atrás un riesgo existencial para la credibilidad climática de la Unión.
Falta de instrumentos
El retorno de estas exploraciones fósiles también desnuda la fragilidad de la gobernanza energética europea. Bruselas aspira a coordinar la transición, pero carece de instrumentos para impedir que decisiones nacionales –legítimas, pero contradictorias con los compromisos comunes– terminen desdibujando el rumbo europeo. La Comisión intenta preservar un relato de coherencia, aunque los mercados observan, con creciente cautela, cómo las prioridades se alteran según la presión social y los ciclos de precios.
Para los ciudadanos, atrapados entre facturas elevadas y promesas de transformación verde, la sensación dominante es de contradicción: se les pide confianza en un cambio profundo mientras algunos gobiernos reabren la puerta a los fósiles. Si la UE quiere consolidar su liderazgo global en política climática, deberá asumir que la transición no sobrevivirá a base de discursos si no se acompaña de inversiones, coordinación y una visión estable que soporte los sobresaltos del presente.
La incoherencia actual no es definitiva, pero sí una advertencia seria. La tentación de volver al subsuelo aparece allí donde la planificación común falla o donde no se han articulado mecanismos para amortiguar el impacto social de la transición. Los pasos dados por Grecia, Italia y, desde fuera de la UE, el Reino Unido, muestran que incluso avances regulatorios consolidados pueden revertirse cuando se subestima la dimensión política y económica del cambio energético.
La Unión necesita una estrategia que convierta la seguridad energética y la ambición climática en pilares complementarios, no en dilemas recurrentes que obliguen a escoger entre coherencia y supervivencia. De lo contrario, Europa seguirá oscilando entre narrativas inspiradoras y decisiones que las desmienten. Si Bruselas quiere que el mundo crea en su promesa verde, deberá empezar por alinearse consigo misma: ninguna transición puede sostenerse con un pie en el mañana y otro, inquieto, en el pasado.
