Ha transcurrido un año desde las elecciones europeas de 2024 y, sin embargo, la nueva legislatura aún no ha despegado con la fuerza y la ambición que muchos esperaban. Si el ciclo anterior estuvo marcado por la pandemia, el Pacto Verde y la respuesta a la guerra en Ucrania, este arranca con señales preocupantes de parálisis institucional y fragmentación política. La aprobación de la nueva Comisión Europea fue, en sí misma, un reflejo del nuevo equilibrio de poder en el Parlamento: frágil, dividido, con mayor presencia de fuerzas euroescépticas y de ultraderecha, lo que ha complicado enormemente los pactos transversales que antaño garantizaban cierta estabilidad. El retraso en la configuración del Ejecutivo comunitario, que no logró ver la luz hasta bien entrado el otoño de 2024, dejó en suspenso gran parte de la agenda política y legislativa.
ESCASA PRODUCCIÓN NORMATIVA
Desde entonces, la acción normativa ha sido mínima. Las grandes propuestas que estaban sobre la mesa –desde la reforma del Pacto de Estabilidad hasta el avance de la autonomía estratégica europea– han quedado en el cajón, bien por falta de iniciativa, bien por la incapacidad de articular mayorías sólidas en la Eurocámara. La tradicional alianza entre populares, socialistas y liberales ya no es garantía suficiente para sacar adelante los expedientes clave, y los vetos cruzados entre grupos cada vez más polarizados han enquistado el debate. El Consejo Europeo tampoco ha sido ajeno a esta dinámica. La incertidumbre política en Alemania, en pleno año electoral, ha condicionado muchas decisiones estratégicas. Berlín, tradicional motor del consenso europeo, ha estado más volcado en sus propias crisis internas que en ejercer el liderazgo que se espera de la principal economía del bloque. Las consecuencias han sido tangibles: dilación en la renovación de altos cargos, escasa coordinación en política exterior y una Unión más reactiva que proactiva.
AVANCE DE LA ULTRADERECHA
Todo ello en un contexto de avance de la ultraderecha en varios Estados miembros, cuyos gobiernos nacionales ahora ejercen presión para frenar o condicionar políticas comunes en ámbitos tan sensibles como la migración, el Estado de derecho o el clima. La cohesión europea se resiente y, con ella, la credibilidad de las instituciones ante la ciudadanía. Este primer año debería haber servido para sentar las bases de una legislatura ambiciosa, capaz de afrontar los desafíos globales con unidad y visión de futuro. En cambio, el balance es modesto, por no decir preocupante. Quedan cuatro años por delante, pero si algo ha demostrado la política europea es que el tiempo perdido difícilmente se recupera. La Unión necesita menos cálculo partidista y más decisión. Más política con mayúsculas y menos bloqueo. Porque los retos –tecnológicos, geopolíticos, sociales– no esperarán a que Bruselas se ponga de acuerdo consigo misma.