CUANDO se habla de fútbol, ninguna sensación es comparable a la de ser jugador. Gaizka Garitano ejerció dicho rol durante tres lustros, participó en medio millar de partidos oficiales repartidos en siete equipos. El dato más llamativo de tan dilatada carrera es que únicamente disputó uno con la camiseta del Athletic. En septiembre de 1997, Luis Fernández le hizo debutar en el encuentro celebrado en el Luigi Ferraris de Génova, en el marco de la Copa de la UEFA. Suplió a Javi González a ocho minutos del final y pudo así colaborar en el triunfo sobre el Sampdoria (1-2). Consumió el resto de la temporada en el filial y el verano siguiente recaló en el Eibar, punto de partida de un periplo con estaciones en el Ourense, la vuelta a Ipurua, la Real y el Alavés, donde colgó las botas.

Cuenta la leyenda que cumplida la treintena pudo haber fichado por el Athletic, pero las circunstancias le condujeron a firmar por el club donostiarra. Lo cierto es que Garitano decidió prolongar su vínculo con el fútbol en calidad de técnico, un cometido claramente menos agradecido que el de dar patadas al balón para el que siempre se sintió capacitado. Tras una serie de experiencias de desigual signo, quiso el destino concederle la oportunidad de sacarse la espina en el club cuyas esencias mamó desde la cuna. Completó campaña y media al mando del Bilbao Athletic y una crisis en el primer equipo precipitó su ascenso en diciembre de 2018.

Firme al timón, rectificó la tendencia, el Athletic escaló desde posiciones de descenso hasta acariciar una plaza continental. Es su primera campaña completa, mantiene al equipo en la zona intermedia de la clasificación y acaba de lograr el billete para la final de Copa. Garitano presenta pues un balance envidiable y sin embargo su figura se halla en el centro de un debate que viene de lejos y al que, pese a que parezca paradójico, ha contribuido bastante la forma en que se ha gestado la posibilidad real de obtener un título que se le ha resistido al club en los últimos 36 años.

Podría pensarse que la censura hacia el método de trabajo y, más en concreto, el tipo de propuesta futbolística con el que se le identifica, además de improcedente constituye un ejemplo perfecto de ingratitud. Podría, en efecto, especialmente cuando esa corriente de opinión adversa emplea un tono agrio, duro. Podría decirse que quienes critican a Garitano se están quejando de vicio, por tirar de una expresión muy común que deslegitimaría el malestar de sus críticos.

A ver, para ser justos con Garitano, no estaría de más echar mano de una balanza e ir depositando en cada uno de sus platillos lo que de positivo y de negativo se percibe en el trabajo que está desarrollando. Se trata de un ejercicio complicado, dado que hablamos de fútbol y en fútbol es imposible aparcar la pasión, pero solo esforzándose por tender a la objetividad, esa utopía, cabe juzgar con la imprescindible dosis de ecuanimidad que reclama cualquier análisis.

Las estadísticas, los resultados, que en definitiva son el crudo reflejo de la realidad, avalan a Garitano. Ampliamente, además. Desde esta perspectiva habría más bien poco que discutir. No obstante, el fútbol es algo más que computar victorias, derrotas, goles, puestos en la tabla, etc. Están las sensaciones, por ejemplo, que sería todo aquello que un equipo sugiere, lo que transmite con su comportamiento, con las pautas que inspiran su propuesta, con su capacidad para enganchar al espectador y conseguir que este se identifique con lo que ve sobre la hierba. Y en este ámbito, al Athletic le cuesta conectar con la gente. No es que no lo haga, pero se queda corto.

Hay demasiados partidos en que lo que proyecta difícilmente alcanza para llenar las expectativas del entorno y se interpreta que dicho déficit está directamente relacionado con la mentalidad conservadora del entrenador, que se manifestaría con nitidez en las decisiones que adopta, tanto a la hora de establecer el plan de juego como de diseñar las alineaciones.