DE antemano los partidos se imaginan. Son terreno abonado para la conjetura, excusa ideal para dar rienda suelta a la elucubración. Se tiende a fantasear sin límite sobre lo que darán de sí y cómo terminarán. Pueden inspirar sueños, tal como confesaba recientemente De Marcos, que se veía metiendo goles de todas las facturas, hasta cien dijo, en vísperas de disputar una final. Pero lo único cierto es que los partidos se juegan y cuando llega ese momento todo aquello que nos sirvió para ocupar el tiempo y entretener la mente, se desvanece.

La realidad acostumbra a destrozar las expectativas. Los caprichos del balón en movimiento casi nunca suelen coincidir con las cábalas y las corazonadas. Y esa frustración que genera el fútbol no es un sentimiento exclusivo del aficionado de a pie, de hecho es habitual que los analistas más sesudos queden en evidencia. El pronóstico de los especialistas en la materia posee similar valor al de quien rellena quinielas con un dado.

De antemano cabe también preparar los partidos. Es la tarea a la que se dedican los profesionales. Su labor consiste en reducir el impacto del error y fomentar el del acierto. Eso en lo que respecta al rendimiento propio, pues asimismo procura que el oponente se equivoque más y atine menos.

En el fondo, el trabajo previo de entrenadores y jugadores no deja de ser un desafío al azar con escasas probabilidades de éxito. Al ser el fútbol una actividad donde intervienen tantos aspectos incontrolables, esa moneda de dos caras que llamamos suerte se erige en el factor clave que en la mayoría de las ocasiones determina el signo de los noventa minutos.

Uno conoce a alguien que se pasó quince años de su vida cobrando por atarse las botas de tacos que afirmaba con total humildad, y se supone que con algún conocimiento de causa, que el condicionante del azar afecta en no menos de un setenta por ciento al desenlace de los partidos. El cálculo se prestaría al debate, aunque quizás el hombre no estuviese descaminado si se repara en la enorme cantidad de situaciones que se producen en un partido donde intervienen veintidós personas alineadas en dos grupos, además de tres o cuatro o ya no se sabe bien cuántas más con la misión de emitir juicios sobre todo lo que ocurre en el campo.

El jueves disputará el Athletic un partido que merecería, por su trascendencia, una consideración diferente desde el enunciado. Por ejemplo, cambiándole el artículo y diciendo que es el partido. Lo es porque vale una final y una final no se juega todos los días: para el Granada sería la primera en su historia, nada más y nada menos.

El detalle no tiene en sí mismo ninguna significación más allá de la excitación ambiental que seguro generará en Los Cármenes. Hay que considerar que los hombres que defenderán los intereses del Athletic, salvo unos pocos, tampoco poseen experiencia en eventos de este calado. En esta faceta el asunto se equilibra, por más que en las vitrinas del museo de San Mamés se agolpen trofeos y medallas.

Imaginar, fantasear, elucubrar, soñar. Es inevitable a tan pocas horas del acontecimiento. Y de repente, ocurrió ayer en la tertulia de Onda Vasca, sale a colación Jorge Valdano, comentarista ameno y mejor escritor, que dijo lo de que "el fútbol es un estado de ánimo". La reflexión es una perogrullada, pues describe una verdad que rige para todo ser humano que respira, en cualquier ámbito de su día a día. El mérito del exfutbolista y extécnico fue vincularla al mundo del pelotón y, por supuesto, haber logrado que los medios se hagan eco de la misma a cada rato.

Lo que no explicó Valdano es de qué depende el estado de ánimo. Le resultaría imposible, tendría que penetrar en la cabeza de los jugadores. No obstante, a riesgo de sonar pretencioso, uno diría que el Athletic acude a Granada con el ánimo en su punto para cumplir el objetivo.