EL árbol, pilar de nuestra tradición, raíz de muchos de nuestros nombres. Un roble nos representa, en Gernika.

Los leñadores vascos se dirigían en ritual a los que iban a cortar, con humildad: “Guk botako zaitugu eta barkatu isuzu” (Nosotros te vamos a cortar, perdónanos)?

Hoy, sin embargo, vivimos en la era del usar y tirar aunque, afortunadamente, poco a poco, también del reciclar. Difícil que los leñadores se tomen el tiempo de hablar al árbol a derribar. Aunque algunos posiblemente aún lo hagan.

Las generaciones que nos antecedieron reconocían cada especie de árbol, cada seta de nuestros montes y bosques. A pesar de haber tenido nosotros también la oportunidad de aprender de ellos, el tiempo y la vida urbana se han encargado de que olvidásemos casi todo. Nos quedamos apenas con la clasificación caduco versus perenne de la escuela.

“Los arboles pueden ser de hoja caduca o perenne”, nos enseñaron. Extraña la palabra “perenne”, sinónimo de eterno, de imperecedero, del latín “perennis”, es decir, “a través de los años”.

En materia de bosques, siempre lo caduco superó a lo perenne. Pero en los nuestros hubo y sigue habiendo demasiado pino y eucalipto, de hoja perenne. Sin duda valiosos por su madera, deslucen las laderas limpias y verdes y la vida que albergan sus lechos no tiene la riqueza de la que habita al cobijo de las hayas o robles, de hoja caduca.

La naturaleza es sabía y encuentra la estabilidad en una justa combinación entre lo caduco y lo perenne. El sistema solar en el que vivimos gira perennemente para que en él se dé la vida, que caduca, para reproducirse y renovarse, evolucionando.

Que nosotros, como humanos, somos caducos es evidente. Lo aprendemos pronto, al ser testigos por primera vez del fallecimiento de un familiar, amigo o conocido.

Nacemos con partida de nacimiento y de defunción, aunque esta última no tenga la fecha. Y solo nuestra obra puede sobrevivirnos, aunque es poco probable que resulte eternamente perenne. Con esa pretensión muchos se esmeran en sus ámbitos de acción en dejar un legado que pueda perdurar más allá del último suspiro. Pero nada está exento del riesgo del olvido o de la destrucción.

Mueren los ídolos de nuestra ciencia, música, literatura, deporte y política, pero sus obras permanecen vivas. Perdemos la perspectiva del tiempo al que pertenecieron, de su origen, de sus circunstancias, y poco importa, en efecto, si permanece el fruto de su obra.

Olvidamos que Arquímedes vivió tres siglos antes de Cristo en Siracusa, en la isla de Sicilia, hoy italiana, en la época de la civilización griega. Y que fue asesinado por un soldado romano, durante el asedio de Siracusa, a pesar de las estrictas órdenes que los guerreros habían recibido de no atacar al sabio.

De él nos queda parte de su obra, su célebre Principio de Arquímedes, según el cual todo cuerpo sumergido en el agua desplaza un volumen de líquido igual al suyo, que sirvió para poder responder a la cuestión planteada por el tirano Hierón II, quien sospechaba de que el oro había sido mezclado con plata, como pudo confirmar el científico mediante el ingenioso método de análisis que diseñó en base a su Principio.

Han pasado más de dos mil años y poco han cambiado las cosas. Seguimos cebándonos en los más sabios y ni siquiera conseguimos que siempre perdure su obra. En cada guerra se siguen saqueando y destruyendo las tumbas, los templos, las obras artísticas más singulares y valiosas, en un expolio irreversible de nuestro patrimonio cultural y artístico. Y así seguirá siendo. Casi siempre llegaremos tarde para parar la destrucción de quienes no saben respetar, no ya al autor, sino tampoco a su obra.

Este fenómeno, en la cotidianidad, se convierte en la fuga de talentos, ese casi invisible sirimiri que vacía nuestro potencial.

La dualidad “caduco-perenne” se presenta en casi todo. Uno de los ejemplos más cotidianos es el de la televisión, con frecuencia repleta de programas banales, pero que se complementa con una cinematografía que, de vez en cuando, nos deja películas inolvidables, para la historia. El cine, “el séptimo arte”.

La tensión entre lo caduco y lo perenne se apodera con frecuencia del debate sobre los temas sociales más relevantes. De ahí la necesidad de las declaraciones universales de principios fundamentales, eternos, sin matices ni excepciones. Y, esto, que hoy resulta evidente, no lo es, en absoluto. Es cosa reciente. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre del 1948, apenas ha cumplido setenta años. Hasta entonces, la humanidad fue incapaz de ponerse de acuerdo sobre un texto básico de principios que nos comprometiera a todos. La Declaración de los Derechos del Niño tardó diez largos años más.

El Preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas (1945) reafirma de manera explícita “?los derechos humanos fundamentales, la dignidad y el valor de la persona humana y la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas”.

Y, a pesar de ello, aún hoy seguimos debatiendo estos principios pues, aun en el caso de ser asumidos por todos, algo lejos de ser realidad, son siempre susceptibles de ser interpretados, contextualizados, y condicionados interesadamente en función de la compleja realidad social y cultural de cada país, de cada momento.

Hace unas semanas acabamos de superar una campaña electoral en la que, como en casi todas, hemos sabido de cada partido lo que menos le gustaba al otro. Dos temas han estado en el candelero: los derechos de la mujer y de las naciones. Cada ciudadano ha votado, o ha dejado de hacerlo, en función de discursos y promesas que podía calibrar y valorar a partir de las trayectorias previas de cada candidatura.

Lo más singular, tal vez, del tiempo político en que vivimos es la coexistencia de partidos de fuerte y larga tradición con otros nuevos, surgidos en 2006, Ciudadanos; en 2013, Vox; o en 2014, Podemos.

Los denominados históricos, con vocación de ser perennes, advierten de la potencial caducidad de los nuevos, mientras que los nuevos censuran a los más experimentados el no adaptarse a los nuevos tiempos. Es difícil predecir la esperanza de vida de cada uno de los partidos que en estos días nos representan. En estas cuatro décadas de democracia hemos visto de todo: partidos históricos que resurgían de las catacumbas de la clandestinidad con vigor, partidos en apariencia sólidos que desaparecían fruto de la metamorfosis social y crisis internas, nuevos partidos que se afianzan y consolidan?

El emerger de estos tres nuevos partidos hasta alcanzar cotas muy considerables de representación parlamentaria es fruto de un proceso complejo, solo posible con parte de la población en disposición de dejarse seducir por nuevos discursos. El porcentaje de votos recabado por estos partidos emergentes -40% del total de los votos aproximadamente- es la manifestación última de un largo proceso social sumergido en el que, sin duda, pesa un cierto deseo de que nuestros políticos dejen de hablar con langue de bois (lengua de madera), como se dice en francés a la utilización de un lenguaje vago e impreciso para maquillar u ocultar la realidad y las verdaderas intenciones.

El nuevo tiempo y la diversidad de opciones hacen que emerjan distinciones y matices, hasta ahora innecesarios, entre los diferentes partidos de cada hemisferio político, con el objeto de diferenciarse en temas tan agudos como los impuestos, la estructura territorial, el modelo educativo o la igualdad de género. Hay quien sigue opinando que estos nuevos partidos son flor de un día, o de dos. Pero podrían ser también fenómenos duraderos, alguno de ellos estridente y en ocasiones involucionista, surgidos en respuesta a una sociedad y una ciudadanía más diversa, más culta, más consciente, más experimentada, que exige más claridad.

Pero, mientras sopla, es imposible saber si el viento será perenne o si, por el contrario, caducará.

Entretanto, nuestro roble caduca y reflorece periódicamente, para representarnos perennemente.