Y sin embargo, a pesar de todo ello, la realidad nos sigue sorprendiendo cada día, como un hábil jugador que dribla de la manera más virtuosa e inesperada en ese preciso momento del lance en el que decae nuestra atención de manera casi imperceptible. Y de ese modo nos sigue resultando extremadamente difícil predecir los eventos más relevantes, las derivas que toman los temas que más nos interesan y que más influyen en nuestras vidas.

Nadie de los que desayunó viendo las imágenes de los trenes reventados y descarriados del 11-M en Atocha o los aviones que se estrellaban deliberadamente el 11-S contra las Torres Gemelas de Nueva York podrá nunca olvidarlo.

También nos sorprendieron nuestros conciudadanos británicos hace tres años al optar por el Brexit cuando, para nosotros, ellos eran y son uno de los referentes de esa Europa que durante décadas añoramos desde el sur de los Pirineos.

Asimismo, casi nadie esperaba que una moción de censura desbancara a un Mariano Rajoy que acababa de aprobar sus últimos presupuestos o que la Sociedad Deportiva Éibar subiera a Primera División en 2014 para permanecer en ella durante varios años consecutivos, con cierta comodidad, hasta convertirse en “un habitual” de la máxima competición.

Todos esos eventos nos resultaron en su momento sorprendentes a pesar de la abundante información de la que disponíamos en cada ámbito y que nos habría permitido preverlos.

Si repasáramos los sucesos que en su momento nos pillaron desprevenidos, posiblemente observaríamos que la mayoría de ellos acontecieron en campos que, aun siendo parte de los noticiarios diarios, conocíamos mal y en los que, por tanto, era más fácil sorprendernos. De hecho, ninguno de ellos se dio sin que equipos de personas tramaran y trabajaran de manera sostenida y sistemática, durante largo tiempo, analizando datos y escenarios, diseñando estrategias y planes, conspirando a veces, sumando aliados. Ellos, los protagonistas, consideraban esos resultados, sorprendentes e inesperados para nosotros, no solo posibles y plausibles, sino incluso dignos de dedicarles tiempo, energía, recursos y de asumir riesgos por su consecución.

La información que está, en un principio, relativamente accesible y a nuestra disposición necesita de mentes expertas para su análisis. No basta con tener acceso a ella y de disponer de las herramientas que potencialmente podrían ayudar a un buen diagnóstico. Y, por supuesto, los paquetes de información más sabrosos son frecuentemente de difícil acceso y solo están al alcance de los más perspicaces y poderosos y a veces consiguen transitar por canales impermeables. Así, los urdidores del 11-S y del 11-M consiguieron, desafortunadamente, burlar incluso a los servicios de inteligencia.

Tal vez por eso se haya dicho siempre que “la información es poder” y existan esos personajes, alguno de ellos muy popular en estos días, que viven del chantaje, a cuenta de saber de las intimidades de unos para contárselo a otros. Hoy podría matizarse la frase diciendo que “la información y el saber analizarla es poder”. Y cuanto más aumenta la capacidad de acumular y gestionar información, más crece la brecha entre el ciudadano corriente y la élite de cada ámbito de actividad, la constituida por los expertos capaces de acumularla, analizarla y utilizarla.

De ahí el perspicaz lema del programa de televisión El Intermedio del Gran Wyoming: “Ya conocen las noticias. Ahora, les contaremos la verdad”.

El tipo de vida que llevamos es hoy mucho más polifacético de lo que venía siendo habitual en generaciones anteriores. Nos comunicamos a través de múltiples dispositivos, con frecuencia de manera remota, incluso con personas que no conocemos, utilizamos Internet para operaciones financieras o administrativas de distinta índole en las que comprometemos nuestros datos, viajamos en diversos medios de transporte con relativa frecuencia, nos alimentamos en lugares muy distintos y al hacerlo asumimos riesgos imprevisibles como que, por ejemplo, un escorpión te pique de noche en un palazzone con encanto de la Toscana fastidiándote las vacaciones.

Esas cosas pueden ocurrir, sí, y ocurren, en efecto.

Por ello, la perversidad del universo es evocada de manera recurrente y ha sido recogida en diversos aforismos. El más conocido es el de la ley de Murphy, cuyo nombre se debe, según todo parece indicar, al ingeniero aeroespacial Edward A. Murphy Jr. (1918-1990), quien trabajó en proyectos de diseño de misiles, helicópteros e incluso en la seguridad de las misiones Apolo que llevaron al hombre a la Luna.

Como constatábamos por desgracia al ver estrellarse en Etiopía el segundo Boeing 737 Max el pasado mes de marzo, cinco meses después de que lo hiciera el primero en Indonesia; en el ámbito de la aviación, desafortunadamente, se suele a confirmar que Murphy estuvo en lo cierto: “Si hay varias maneras de hacer una tarea, y uno de estos caminos conduce al desastre, entonces alguien utilizará ese camino”. La Ley de Finagle sobre la Negatividad Dinámica, corolario de la primera, también muy conocida, lo resume así: “Algo que pueda ir mal, irá mal en el peor momento posible”.

Todo esto, que casi siempre es objeto de chanza, tiene su transcendencia cuando se trata de analizar los eventos extremos y catástrofes, como el terremoto que hace ya diez años sacudió la ciudad italiana de L’Aquila, aún a la espera de la reconstrucción exprés que Berlusconi se apresuró a prometer.

Y, aunque sea difícil aceptarlo cuando el perjudicado es uno mismo, el humor es siempre un buen aliado. Por eso, Murphy recibió el Premio Ig Nobel en Ingeniería en 2003, a título póstumo, en ese acto que cada otoño parodia la ceremonia de entrega de los verdaderos Premios Nobel. Los “Ig”, bautizados con la abreviatura de la palabra “Ignoble”, es decir innoble, premian aquellos inventos y descubrimientos que primero hacen reír para después hacernos pensar.

Murphy lo consiguió sin duda con su ingenioso principio.

Hay otros muchos dichos que se refieren a la inevitabilidad de muchos de los acontecimientos y, por consiguiente, a la necesidad de que los humanos nos adaptemos. Jon Kabat-Zinn, médico americano creador y divulgador de programas de reducción del estrés, fue quien dijo: “No puedes parar las olas pero puedes aprender a surfearlas”.

El aumento de la cantidad de información y de la capacidad para gestionarla viene complementado con una creciente complejidad de la sociedad en que vivimos, que hace cada vez más difícil predecir y acertar en las decisiones.

Y, siendo conscientes de que esto es así, en breve los ciudadanos tendremos que acudir a las urnas para elegir a nuestros representantes, que a su vez decidirán sobre quiénes nos vayan a gobernar.

Es difícil calificar el escenario en el que nos encontramos, que es, cuando menos, un poco “Ig”. Las encuestas están emborronadas por horquillas cuya superposición puede dar lugar a casi cualquier resultado, siendo difícil prever lo que acontecerá.

El momento que vivimos recuerda al Balancé, aquella barraca de feria que, como su nombre indica, se balanceaba rítmicamente de un extremo a otro para deleite de unos y mareo de otros. Una cosa es segura: será una noche electoral llena de sorpresas y de programas de debate que desplegarán de forma profusa la artillería combinatoria para deshojar la margarita de las alianzas posibles.

En este trance, la globalización está de nuestra parte. Puede que los ciudadanos de un país, el nuestro en este caso, voten, votemos, por parlamentos imposibles, pero sin duda la humanidad en su conjunto encontrará una salida.

El agua siempre encuentra un intersticio por la que filtrarse. De todos depende que sea potable.