Catalunya calentó el debate a cinco hasta sustituir las ideas por la testosterona. El previsible desenlace de la mediocridad en otra oportunidad ausente de sensatez durante más de dos horas por candidatos a quienes atenaza un pronóstico mucho más reñido del que nadie imaginó al convocar este enigmático 10-N. El síndrome catalán ha teñido la campaña hasta hacer imprevisible la resolución de una futura investidura, que nadie se atreve a desvelar y menos en público. Anoche, en una cita perdida para el periodismo crítico, resultó palmario que las brasas incandescentes y la rebeldía permanente por el siglo de cárcel al procès constituyen una fuente inagotable de votos a la que acude rauda la derecha para medrar mientras quien gobierna huye como gato escaldado del agua hirviendo. Por ahí se asienta la desconfianza que conduce a ese bloqueo que se antoja amenazante para la estabilidad, en otra muestra de filibusterismo. Ahora bien, siempre cabe acogerse a la lectura resolutiva que propone casualmente Sánchez cuando se siente favorito: que sea presidente quien tenga más diputados. Los demás ni se inmutaron. Ni cuando aventuró la vicepresidencia económica de Nadia Calviño. Tampoco cuando Pablo Iglesias se apresuró a facilitar un gobierno de coalición porque llega la desaceleración.

Venía la noche revuelta antes de entrar en el plató. En la Corte, los corazones monárquicos escrutaban sobrecogidos desde muy temprano hasta dónde llegaría la amenaza del escrache callejero a la Familia Real en Barcelona. Una vez solventado el sofocón a gusto de cada bando, era previsible que la afrenta no pasaría desapercibida en el ajuste de cuentas de los unionistas al acorralado Pedro Sánchez, que devolvió los ataques recordando aquella connivencia del PP con el nacionalismo de CiU antes de ser interrogado sobre cuántas naciones hay.

En un Estado donde hay una mayoría harta del pulso soberanista y amante del látigo, la apelación al diálogo comprometido en torno a una mesa suena a quimera. Quizá por eso el presidente en funciones fií la suerte de la convivencia a una asignatura de valores civiles. O Pablo Iglesias, muy conciliador toda la noche, guiñando un ojo a la España vaciada. Escuchadas las apelaciones al militarismo de Abascal y la ley en cuestión de cohesión territorial, como decía Oriol Junqueras en su implacable carta de ayer, es razonable temerse lo peor. Por ahí ve Unidas Podemos el pacto PSOE-PP.

La suerte de los atriles quedó echada mientras los últimos sondeos han creado alarma colectiva. Los socialistas, porque empiezan a sentir vértigo imaginándose esa renuncia a sus principios para seguir gobernando. Los populares, porque empiezan a soñar imaginando que sea verdad la repetición del trifachito andaluz. Albert Rivera, en cambio, apenas refugia su ridículo en más carteles denuncia, adoquines rotos y en la mascota Lucas camino de su inmolación.