dE haberlo intitulado plácidos aplausos resultaría demasiado evidente la alusión. Pero los aplausos, vítores, “bravos” y dobles ovaciones públicas al tenor Plácido Domingo hace unos días en Salzburgo me causan cuando menos perplejidad y bastante desazón; los diez minutos finales de aplausos y ovaciones podrían entenderse como un plácet a su actuación en la ópera Luisa Miller, porque evidentemente es un gran cantante; pero la ovación sostenida del público en pie antes de comenzar me descoloca tanto como creo que a otros muchos y muchas. Sonó a tributo de desagravio público para un acusado por veinte mujeres de tocamientos, conducta lasciva, acoso y abusos sexuales. Mujeres con las que, además, mantenía una relación artística laboral de dominio, por lo que la posición de prepotencia unía el acoso sexual al laboral. Quien se resistía a sus insinuaciones y demandas sexuales perdía sus posibilidades laborales en el mundo de la ópera, por esto son más creíbles sus denuncias, porque su negativa al divo fue acompañada de una caída en desgracia laboral. Cuando el dramaturgo Albert Boadella sale en su defensa “las manos de un macho no están para estar quietas precisamente”, indica la situación mental de dominio que muchos como él siguen deseando marcar y mantener, igual que un perro la esquina con su orina. Y además añade la excusa de siempre “no le propinó un guantazo como cualquier mujer sensata que no desea ligar”, olvidándose de que era el jefe, el divo que podía ponerla de patitas en la calle ante una negativa a sus demandas sexuales. O sea que la culpable sería la víctima, que si no se identificó ni denunció en su momento fue por el desprecio y la vergüenza hacia sí misma como si se sintiera responsable de la agresión por su físico, su forma de vestir o de actuar; y ahora más culpable porque sí se da a conocer y no sigue en el anonimato redentor.

Aunque me lo parezca todavía no sé si el cantante es culpable y para eso sus presuntas víctimas deberán pasar por el calvario de un juicio con preguntas que abrirán en canal su vida personal, familiar, amorosa, laboral para denigrándolas tratar de culpabilizarlas a ellas y así exonerar al agresor. Es el camino que hemos visto en casos como el de La Manada y otros que han movilizado al país y provocado encendidos debates mediáticos y políticos sobre el consentimiento en los casos denunciados de acoso, agresión y violación sexual, dejando al descubierto las fisuras del sistema judicial.

Fisuras judiciales, pero también imaginarias entelequias sociales, porque como las denunciantes no fueron agredidas con armas ni a golpes ni son vidas destruidas o marginales ni han optado por callar como víctimas dignas que se comen en privado la atrocidad, nos resulta difícil verlas como víctimas; los aplausos, ovaciones, bravos y vítores públicos al presunto agresor así lo atestiguan. Y no creo que por ahora la justicia tenga castigos penales adecuados ni la ciudadanía suficiente reprobación social para estos aplausos.