L currículo del nuevo jefe del Gobierno israelí, Naftali Bennett, parece una reedición de la historia bíblica del héroe nacional judío, el rey David.

Y es que, igual que aquél, Bennett es un hombre abonado al éxito, de inteligencia preclara, ambición infinita, escasos escrúpulos políticos y que se ha encaramado al poder de la mano de la vieja religión israelí. Para que el paralelismo con David -que ascendió para acabar derrocando a Saúl con la ayuda del clero (Samuel)- sea aún mayor, también Bennett llegó a la cima del poder por la benevolencia del mandamás del momento, Netanyahu, para acabar derrocándole.

Naturalmente, los paralelismos se acaban aquí. Bennett no llegó al poder con la música y el arte de la guerra, sino por la vía del talento, la pasión religioso-nacionalista, y una autoestima y ambición infinitas.

Hijo de judíos ortodoxos estadounidenses que emigraron a Israel. Naftali nació en Haifa en 1972. Estudio Derecho, hizo el servicio militar en una unidad de élite, inventó un sistema cibernético de seguridad y emigró a los EE.UU. para competir en el mercado norteamericano de la electrónica. Al cabo de seis años había triunfado en este empeño y vendía su empresa por 145.000.000 $.

El triunfo económico le espoleó la ambición y regresó a Israel para emprender una carrera política. Por convicción religiosa y más aún por nacionalismo radical, se afilió al Likud, el partido de Netanyahu. Este apreció enseguida los talentos de Bennett y le promovió políticamente -llegó a ser ministro- y personalmente, metiéndole en el círculo de sus amigos más íntimos.

La amistad duró poco. Las suspicacias de la mujer de Netanyahu en cuanta a la lealtad de Bennett agrió tanto las relaciones que el primer ministro llegó a poner en ridículo en muchas ocasiones a su delfín. Bennett se lo tomó a mal, salió renegando y -¡la ambición es todopoderosa!- volvió humildemente al redil político. También Netanyahu se tragó el sapo de una reconciliación de conveniencia. Bennett había implementado su influencia en el mundo de la ortodoxia aperturista y. sobre todo, en el de los nacionalistas a ultranza que reclaman toda Jordania Occidental y la promoción ilimitada de los asentamientos judíos en territorios palestinos. Eran electores irrenunciables para un Netanyahu de base política decreciente. Y si quería contar con ellos, tenía que aceptar a Bennett.

Ahora, cuando el declive de Netanyahu ha llegado al colapso, la sucesión parece una apuesta al imposible. Ocho partidos -entre ellos, incluso uno de los árabes de Israel- han pactado un Gobierno que solo coincide plenamente en un punto: el repudio radical a Netanyahu.

La base de la actual coalición es tan frágil que nadie le augura larga vida al nuevo Gabinete. Que a pesar de ello, un hombre calculador como Bennett se haya embarcado en la aventura y haya asumido incluso la primera jefatura (rotatoria) del Gobierno, solo se explica por la ambición ilimitada de Naftali. Y también, por su intuición política de que renunciar al poder una vez es renunciar al poder para siempre.

Y, para volver a los símiles bíblicos, porque esta vez no hay en Israel un Samuel que unte y desacredite reyes...