Los comicios del pasado domingo en los Estados federados alemanes de Sajonia y Brandemburgo han demostrado, entre otras cosas, la creciente irracionalidad que impera en las consultas electorales; en las alemanas, en este caso, y en todas las demás en general.

El gran protagonista y ogro político en esta ocasión ha sido el partido AFD (Alternativa para Alemania). Se temía que en ambos Estados pudiera alzarse con la mayoría parlamentaria. No lo consiguió, pero sí se erigió en la segunda opción más votada. Y políticos y sociólogos no descartan que el partido siga creciendo en toda Alemania y no sólo en sus bastiones del Este del país.

AFD encandila a las masas, ante todo, con unos razonamientos radicales y primitivos en los que un nacionalismo rayano en el racismo incita al rechazo de la inmigración. De toda inmigración, desde la laboral hasta la precaria, de los fugitivos del hambre y las guerras. Es una argumentación visceral, pero que resulta eficiente a pesar de la memoria reciente (el III Reich y la II Guerra Mundial). Y también pese a las evidencias económicas y sociales.

Naturalmente, el AFD debe en buena parte sus éxitos a haberse erigido en adalid del descontento popular. Es un descontento difuso que, vagamente, se dirige contra los dos grandes partidos. En realidad, en el Este alemán el descontento se debe al mayor fracaso de la unificación del país tras el hundimiento del estalinismo a finales del siglo pasado: la continuación del desnivel. Políticos y economistas no han logrado unificar económicamente el nuevo Estado. Los territorios de la depauperada Alemania comunista de aquel entonces siguen produciendo y cobrando un 25% menos hoy en día que los de la rica Alemania Occidental. Y dado el descrédito que aún pesa sobre los comunistas y el comunismo, el descontento se apunta mayormente al radicalismo de la ultraderecha.

Esto se debe en buena parte a errores políticos. Pero, quizá, tanto o más, se deba a razones de demografía laboral. En cuanto se unificó Alemania, abriendo al 100% la libertad de desplazamiento y asentamiento de las personas, cerca de 2.000.000 de alemanes orientales se fueron a trabajar y vivir en la “otra” Alemania. Los salarios y el nivel de vida eran indiscutiblemente mucho mejores.

Con el paso del tiempo, el panorama laboral ha empeorado en el Este. A la pérdida por migración de la mano de obra más cualificada hay que sumar el envejecimiento de la población. Los cálculos oficiales (que no tienen ningún interés en especular con evoluciones negativas) calculan que en el lapso 2018/2035 la población germanoriental en edad laboral -18 a 67 años- se habrá reducido en millón y medio de personas. Descontando el % de los que nunca acuden al mercado laboral, esto significa que al territorio le faltarán por lo menos 435.000 trabajadores. Y sin esta masa laboral es imposible generar la riqueza mínima para mantener siquiera el statu quo económico actual.

Todo el mundo, desde economistas e industriales hasta gobernantes, reconocen que la solución mejor y más rápida sería recurrir a la inmigración, tanto para cubrir los puestos de trabajo vacantes como el declive demográfico en general. Pero este recurso presupone razonar, tolerar y adaptarse.

Y, a la vista de la evolución política alemana del último lustro, resulta mucho más tentador el recurso visceral -apelación al odio y a la intolerancia- propuesto por AFD que el racional.