EN no pocas ocasiones resulta fascinante que la mayoría de las personas planifican sus vacaciones con mucho más cuidado que sus vidas. Quizás eso se deba a que escapar es mas fácil que cambiar, a que salir de la rutina es más sencillo que hacer del día a día algo extraordinario. Ahora, cuando se canta el aleluya del descanso del día a día en tiempos en los que la religión pide que se cante, qué sé yo, la saeta del recogimiento; ahora que se abren de nuevo las puertas de la Semana Santa resulta que la gente no quiere utilizarlas para entrar en un estado de paz serena sino para salir a la aventura. Entre quienes hacen las maletas para emprender un viaje que alivie las cadenas de diario y quienes pueblan Bilbao de un sinfín de actividades para quienes se quedan en casa o para quienes han elegido, allende los mares, Bilbao como destino, van a convertir el cruce de caminos en una encrucijada. Es curioso. La fe cristiana, en cuyo nombre se celebra la Semana Santa, aboga por el amor por encima de todas las cosas. Y las propias vacaciones tienen alguna similitud con ese mismo sentimiento. No en vano, el amor se parece a las vacaciones en que las esperas con ansias, las vives con contradicciones y las recuerdas con melancolía.

Aprovechemos ahora que andamos haciendo los cálculos en el calendario y el presupuesto para caer en una reflexión. No, no huya el lector o la lectora que teman un sermón. No va por ahí la idea. Aunque parezca un contrasentido, el ocio es hoy un tiempo ligado íntimamente a la producción. Es el momento del gasto. Se trabaja con intensidad para acumular dinero que luego será gastado durante las vacaciones, en los viajes, qué sé yo, a la Conchinchina; en la segunda residencia de recreo, en las diversiones, el entretenimiento, la gastronomía o el deporte de riesgo. Trabajamos para parar.