STABA dispuesto a extraer el zumo de un pleno municipal de Bilbao, el primero presencial tras la pandemia, donde se había alargado y ensanchado la vida de la OTA -los barrios de La Peña, Ibarrekolanda y San Ignacio, atendiendo a las peticiones vecinales, se convertirán, ya pero ya, en nuevas zonas de pago y dejarán de ser atiborrados apeaderos- cuando llegó la noticia de una vida que se va y se nos quedó la boca seca. Fue ese adiós que tanto duele y que ahora se entona, entre lágrimas y congojas, para despedir de este mundo a Javier Viar, un espíritu renacentista que dirigió durante quince años el Museo de Bellas Artes, enfundándose en los ropajes del arte que tanto amó y entregándose a la causa de la gestión, habida cuenta que fue el primer hombre en detectar la necesidad de ampliar las instalaciones de la pinacoteca. Iba a hablarles de lo mucho que se habló en el Ayuntamiento pero los asuntos del corazón salieron a mi paso, como salteadores de caminos, y se llevaron de nuestro lado a un gran hombre, dejándonos huérfanos de conocimientos y socarronerías.

La última vez que le vi fue, hará poco más o menos un año, en la Sociedad Bilbaina. Llevaba una corbata en tonos oscuros, sobrios como corresponde al lugar donde la lucía, la Sociedad Bilbaina, sin escudos, flores de lis ni motivos geométricos en el estampado. Llevaba, ni más ni menos que un... ¡dragón! Como si fuese miembro de alguna logia o fan acérrimo de Juego de tronos. En verdad, su presencia podía leerse como un mensaje al resto de los seres humanos que le veíamos: diga lo que diga el calendario su cabeza rebosa fresca juventud y una mirada singular. De artista.

A Javier se le han cerrado los ojos. Ya no tiene dónde proyectar su talante de hombre de bien y su talento de hombre culto. La memoria no permitirá, encadenándonos a su recuerdo, que se nos vaya del todo. Iba a hablarles de la vida municipal y se me cruzó una muerte.