A sido elegida como la palabra del año cuando para nada hubiésemos querido sacarla del baúl y desempolvarla. Era un vocablo perteneciente al ayer y de repente, ¡zas!, aparece en primera línea de fuego, cargada de temores, bostezos y cautelas. Ahí la tienen: confinamiento. Más usada que un billete de 5 euros y manoseada casi hasta el punto del desgaste. Ha sido coronarla y llegar la noticia de que no se aplicará en tiempos de Nochevieja, cuando pendía sobre nuestras cabezas su temible espada de Damocles.

Una palabra se puede pronunciar con alegría de celebración o con temblor de incertidumbre. Confinamiento no corresponde a ninguna de ambas familias. Su presencia equivale a la aparición de un cuerpo extraño que no fuimos capaces de detectar en un principio en toda su gravedad. Unos días en casa, decíamos, y todo se ablandará. Al paso de las semanas la gente fue pronunciándola primero con un punto de hastío, luego con algo de cansancio, más tarde con rabia y al cabo con un prefijo un tanto grueso. "Estoy hasta los (...) del confinamiento", ¿se acuerdan?

Mientras la Academia de la Lengua debatía cuál iba a ser la palabra del año, científicos y políticos hacían cálculos. Sus números se parecen a los libros de cuentas de tantos y tantos comercios, de tantas y tantas empresas, de tantas y tantas familias: un balance apurado para salvar el cuello a 31 de diciembre. Vienen a decirnos que como gastemos más libertad de la cuenta en estos días de cambio de año volverá Paco con las rebajas, es decir, regresaremos a pronunciar la palabra confinamiento en presente rabioso de indicativo.

Ese es el peligro, digámoslo ya. Pasarse de la raya. De momento nos alegran el día diciéndonos que no van a apretar las cadenas más de lo que ya estaban (con qué poco nos conformamos, esa es la lección magistral de estos días...), que no estrecharán más el paso de año. Por ese desfiladero cabemos todos, seguro. Hemos de hacer por pasar. Quiero verles dentro de unos días con una sonrisa en el año entrado ya. Con eso me conformo. No es poco.