QUÍ estoy, papel y lápiz en ristre, presto a tomar buena nota. Basta con bambolearse, adelante y atrás, alrededor de esta columna, para hacer acopio de consejos y comprobar cuanta sabiduría gastaba Lucio Anneo Séneca cuando nos dijo que más mueven los ejemplos que las buenas palabras. A Ana María Farré se le agradece la selección de casi un par de docenas de mujeres que hacen de la educación lo que siempre debió ser, un arte, y a la Europa que nos rodea hay que apreciarle los consejos que nos dejan al alcance de la mano para hacer frente a la pandemia. Es confortable acomodarse entre ambos almohadones aunque uno no comparta del todo lo escuchado. Uno siente algún traspiés al leerlo.

Por ejemplo, la comparación de ese profesorado femenino de altos vuelos con las influencers solo admite un porqué: el empleo de un lenguaje asequible a las más jóvenes generaciones. El oficio de influencer, si es que se puede considerar como tal, es asunto mucho más pequeño que el de la docencia. Para la influencer solo es necesario tener un altavoz de alta frecuencia y un mensaje que cale. En el camino se queda el intercambio de conocimientos, la resolución de las dudas, la orientación hacia una salida adecuada y un puñado más de atributos dignos del profesorado. No quiere decirse con esto que no hagan falta modelos flexibles. Lo que nos dice Ana María sobre los valores para facilitar el aprendizaje antes que el conocimiento recuerda a un viejo axioma, el de que siempre es más resolutivo ofrecer una caña de pescar que un par de truchas. Es cierto. Como también lo es que se echa en falta una orientación crucial: ¿dónde está al río?

En cuanto a los ejemplos exhibidos desde Europa, y viendo cómo cada pueblo presenta rasgos de carácter y comportamientos bien diferentes, uno se queda con la idea de que es un bello retablo con el que matar la curiosidad. Lo que ha de hacer cada cual es otra cosa: encajar el anillo de las medidas al dedo de su situación.