A igual lo que diga el forense: no han desaparecido. Por mucho que el coronavirus y sus estragos pasen a la Historia con H mayúscula, hay que echar un vistazo y una mano a lo que menos interesa, al menos mientras a uno no le alcance. A nadie le interesan las fábricas ni las oficinas, los bares y comercio o el debate de si las mujeres cocinando y limpiando cuentan como historia. Solo cuentan los caídos por la desgracia del virus y el resto del personal, como es costumbre, que se las apañe como sea. Y cuentan los caídos porque protagonizan una turbulenta historia y no cuestan un centavo. Los caídos en desgracia bien pronto habrán caído en el olvido. ¿Qué les queda? El recurso de un pataleo en voz alta en el periódico, en DEIA sin ir más lejos, como comprobamos hoy con el testimonio de Esther.

Los muertos son otra cosa: son inolvidables. Sonríen en su foto de perfil y tienen 174 mensajes sin responder y otros trescientos y pico sin leer. Uno está muerto (o muerta, con perdón, a estas alturas no hay discriminaciones de género...), pero aparecen notificaciones cuando recibe un mensaje, los algoritmos le envían publicidad sobre lo que necesita y sobre sus gustos. La compañía telefónica envía un correo electrónico como extracto de sus pagos domiciliados. Vamos, que si puedes comprar algo (queda saldo en la cuenta...), uno o una no mueren jamás entre facturas de la luz, el agua y el gas, la cuota de Netflix y el enésimo pago del coche. No te mueres hasta que no se cancelan los contratos. Y no se cancelan hasta que no desaparece el dinero. Las cuentas corrientes (los bancos, al fin y al cabo...) tienen un doble papel en el que no había uno caído en cuenta: son médicos forenses y empleados de funeraria. Como no haya quien corte el grifo acabarás despellejado aún después de muerto.