ACUDIDO el polvo del miedo por ese descenso a los infiernos de las cifras que tanto nos ha aterrorizado a lo largo de este tiempo de siembra de malas hierbas, detengámonos en algunos nombres propios, más allá de la cantidad de héroes anónimos que han escrito las mejores páginas de esta mala novela. Deténgase la tentación: no hagamos estatuas para quienes han protagonizado historias ejemplares, casi sobrenaturales, ni llevemos a las mazmorras a quienes buscan el bien propio, incluso a costa del mal ajeno. Ambas son reacciones propias ante situaciones extremas: la orquesta del Titanic y el sálvese quien pueda.

No. La historia que hoy venía a contarles no habla de protagonistas, sino de espejos donde podemos mirarnos para entender cuanto pasa o para extraer ejemplos que llevarse a la boca. Y ahí vienen bien algunos nombres propios singulares. Por ejemplo, el del profesor Bacterio (y en su versión más avanzada, se diría que en la resolución 5G, el habilidoso agente secreto MacGyver, capaz de hacer con una percha un mechero o un fusil...) a la hora de fabricar mascarillas casi de la nada. Estamos viendo ambas fórmulas, ¿verdad? He ahí una mirada hacia la profilaxis, pero si miran hacia el confinamiento, hay menos dudas. Stephen Hawkings vivió medio siglo encadenado a su cuerpo y fue capaz de volar y ser feliz. Busquen y miren cómo lo hizo, sin queja alguna.