EL ruido y la furia se titulaba una reconocida novela de William Faulkner, como si hubiese vivido a orillas de una carretera atestada de tráfico en su Misisipi natal. En contraposición, treinta años después el trompetista de jazz Miles Davis decía que el silencio es el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de los ruidos. La frase del músico tiene una segunda lectura, más poética si se quiere. Pero el ruido no es un asunto de versos ni de tertulias de café. El ruido es, con sus cinco letras bien puestas, una putada.

Decía que ese rugir de motores no tiene nada de lírica pero quizás me equivoque. Vienen a mi memoria aquellos versos de fray Luis de León, esos que dicen: "¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido!" El estrépito y el estruendo; un estallido o la barahúnda de mucha gente que habla a la vez son otras modalidades que también estorban pero... ¡ay de los motores! Su voz es intolerable salvo para los amantes de la Fórmula 1. Por ello es de agradecer la idea de la Diputación de levantar muros contra la horda de decibelios que le atacan a uno cuando se sitúa a pocos metros de una carretera de mucho paso. La decisión conlleva el reconocimiento de que ese tronar del tráfico rodado no es sano para el descanso ni para el estudio. Ni siquiera para la vida moderna, tan móvil y acelerada como la actual. Tras ver la cuenta de la tranquilidad del vecindario en números rojos han decidido hacer aportaciones. Bienvenidas sean, piensan los afectados.

"Tanto ruido, tanto ruido y al final... ¡la soledad!", cantaba ese notario juglar que es Sabina. Hablaba del hábitat que nos ha tocado vivir y sus condenas que tan ciertas son. Por donde no debiera pasar nadie es por una cadena perpetua. La Diputación parece estar de acuerdo con esta idea.