P ENSÉMOSLO con templanza y buena cabeza: Eutanasia es una bella palabra, con un origen etimológico rotundo: buena muerte. De ese significado se deduce la idea de dar la muerte a una persona que libremente la solicita para liberarse de un sufrimiento que es irreversible y que ella considera intolerable. Sin embargo, por culpa de los nazis, eutanasia equivale, para algunas personas, una palabra maldita, la sombra de un crimen que nombra el asesinato de miles de seres humanos discapacitados o con trastornos mentales, paralelo al genocidio judío. Pensémoslo de nuevo con ecuanimidad: eutanasia y homicidio (o asesinato, si es con alevosía, ensañamiento o por una recompensa) son conceptos incompatibles, porque es imposible que una muerte sea, a la vez, voluntaria y contra la voluntad de una persona. Por esta razón, el concepto de eutanasia involuntaria es un oxímoron; si no es voluntaria, quizá sea un homicidio compasivo, pero no una eutanasia. Seamos certeros con la palabra.

Digamos que la muerte voluntaria no es una novedad. Ha existido desde siempre. Lo que sí parece cierto es que algo ha cambiado en los últimos 50 años para que la eutanasia sea hoy una demanda social muy mayoritaria. Por un lado, el aumento de las enfermedades crónicas degenerativas asociadas al envejecimiento (la mitad de los mayores de 85 años padecen Alzheimer, pongamos por caso...) y de nuestra capacidad para mantener con vida a personas dependientes en situaciones críticas, y por otro, la emergencia de la autonomía como un derecho fundamental en una sociedad democrática provocan un interés que hoy en día aparece en la primera página

Hoy vemos cómo un millón de firmas, que no son pocas, demandan la regulación de la eutanasia con todas las de la ley. Habrá otras tantas personas que piensen que eso no es posible. Que haya debate, de acuerdo. Pero que haya.