LLEGAN los días de la ascensión, ese viaje al Everest del rock and roll, la cumbre de la música en directo que año tras año estalla en Kobetamendi, el monte sagrado para los melómanos del verano, que son legión. ¿Rock? Sí, pero también pop, hard rock, indie, alternative y música electrónica, cualquier ritmo que agite el esqueleto como una coctelera agitaba el ron en el Floridita de la vieja Cuba.

Han pasado catorce años desde aquel primer día, aquel en el que se electrificó la naturaleza del monte Kobetas. ¿Cómo? Al caer el primer rayo de un rasgueo de guitarra eléctrica, en el primer retumbe de una batería para espanto de los habitantes que vivieron la llegada de las hordas del BBK Live como los hunos que arrasaron la vieja Europa.

¿Exagerado, dice? La cantante Katy Perry lo explicaba mejor que yo. “Me encanta llegar a un concierto y ser aplastada por la gente. Aplastada hasta el punto que no distingues si el sudor que corre por tu cuerpo es el tuyo o el de quien está a tu lado, lo conozcas o no”. Y aunque dicho así recuerde a lo vivido en una cámara de tortura clásica, lo cierto es que año tras año la ascensión está cada día más poblada. Es un extraña belleza que cautiva a los seguidores de esta cita con la música, con las noches embriagadas (se emborrachen el cuerpo y el alma...), con el calor de verano y el fuego del rock que trepa por las venas de los asistentes.

La gente del recuento nos advierte de que este año subirán más que ayer pero menos que mañana. Que ya no influye tanto lo rotundo del cartel sino la oportunidad en el calendario. Quiere decirse que los conciertos de verano van poblándose de una tribu nómada que hoy están aquí, en Bilbao, y mañana, qué sé yo, en Sebastopol. Intuyen que vendrán más y han aumentado la flota de autobuses donde uno puede sacarse un billete a ese lugar extraño donde el infierno del sudor, el alcohol y los decibelios se convierte, para este clan, en un paraíso.