S un mal uso este de las calculadoras cuando llega esa que llaman la hora de la verdad. Un mal uso y una fea costumbre esa de agarrarse a las matemáticas para mantener viva la ambición que debiera ser inherente al ADN del futbolista. Los números juzgan los resultados de la competición, no cabe duda, pero un futbolista impredecible como Iker Muniain, uno de esos que juegan con chistera para sacar de ella un conejo cuando menos lo espera el rival, bien saben que a base de cálculos es complicado que aparezca la sorpresa. Jugar cada partido como si fuese el último -iba a escribir “como si fuese una final” pero me ha dado un escalofrío sólo de pensarlo...-, ese es el único camino posible.

Habla el capitán de que pese a las dificultades no se puede dar nada por hecho. Lleva la carga de la verdad en su mensaje. Como también lo es que solo hay una fórmula posible para conseguir que vire el rumbo: dar el do de pecho en los nueve que restan. No en el próximo, frente al Elche en San Mamés. En los nueve. Esa es la prueba pendiente.

Asegura el diez rojiblanco que caerse del caballo camino a Europa no sería un fracaso. Según se mire y quién lo haga, digo yo. Porque el mismo Athletic intermitente que ha demostrado, a rachas, ser capaz de competir hasta el último aliento, atesora otro puñado de partidos en los que han bajado los brazos (los menos, aunque también los hay, no lo olvidemos...) o se ha estrellado contra la impericia de cara al gol. ¿Es acaso este equipo un Athletic adolescente, todavía por forjar una personalidad propia? Esa sensación da. Muniain salió del vestuario hablando de las bondades de Marcelino, de la grada de animación, de los puntos que se escaparon (como si fuesen una presa habilidosa en la huida...) y de lo contento que se siente dentro del campo. Si a todo ello le hubiese añadido una dosis de autocrítica -suya y del equipo en general...- y una llamada al arrebato el discurso mejoraría. No basta, Iker, con pensar que si el Athletic gana al Elche todo cambiará.