ÁS allá de la habilidad estratega de un entrenador, por encima, incluso, de la destreza técnica o la capacidad física de los jugadores más dotados, el fútbol es un deporte que alcanza, como el rayo, el corazón de sus practicantes y de sus seguidores. Desde los sueños de la infancia, cuando uno se siente Aduriz, Messi o Pelé (en algunos casos, sus progenitores incluso lo creen, presos por el amor de padre...); hasta la consagración de ese ideal el primer día en que juegas en el campo al que ibas para ver a tus ídolos; desde la primera convocatoria de tu vida al primer título de los tuyos que celebras como un niño tengas la edad que tengas, el fútbol es puro sentimiento. Sin corazón y sin nadie con quien celebrar las victorias ni un hombro sobre el que llorar las derrotas, el fútbol es un deporte de laboratorio.

Ese ímpetu se pierde ahora que la competición regresa sin sus seguidores. Se ha visto en Alemania, donde el factor campo ha perdido toda su influencia y es de temer que pueda pesar como una losa en San Mamés. No por nada, La Catedral es más que un símbolo. Es el oxígeno para los leones cuando les falta aire. Hay campos así, legendarios por lo que dan, no solo por lo que ven. El famoso Muro amarillo de Dormund y, el vibrante Anfield Road donde las voces de más de 54.000 aficionados se convierten en una para entonar el estremecedor You'll never walk alone en la emblemática grada The Kop para darle vida a la historia y grandeza del Liverpool FC; el infierno turco de Ali Sami Yen, la pasión arrastrada, como el buen tango, de La Bombonera de Boca y aquel Maracaná que tanto lloró en 1950. Jugase quien jugase, el fútbol sentido corría por sus venas.